Toda mi vida estuve a merced de manipulaciones invisibles, hasta que encontré en una carpeta antigua con apuntes de mi padre, una frase que habla de una “ley de ventas”. Era algo tan simple y a la vez tan poderoso que realmente me abrió los ojos y el entendimiento. Esta carpeta de casos de Harvard hablaba de la “ley de reciprocidad”. Descubrirla representó solo el principio de una extensa investigación en libros y pláticas con varios expertos en ventas, psicología social y persuasión. Pero ¿qué es eso de la ley de reciprocidad? Es algo muy sencillo, se percibe cuando una persona hace algo por ti o te regala algo, por ejemplo, una pluma fina. ¿Quién no se ha sentido, consciente o inconscientemente, en deuda ante una situación como esta? Si hacemos un esfuerzo por recordar, podremos ver que hemos sido víctimas de esta ley, siendo seducidos para realizar cosas que quizá no queríamos. Como cuando de niño acompañé a mi mamá en una aventura llamada “tiempo compartido”: un truco mercadológico que empieza ofreciendo un desayuno gratuito y como premio, un viaje todo pagado a Cancún. Una vez ahí, después de anunciar el “premio”, un grupo grande de personas gritan brindando por tu nueva adquisición, mientras preguntas apenado, ¿qué se supone que compré? Con esta y otras artimañas orillan a la gente a aceptar un contrato truculento y costosísimo de por vida. Muchos se sienten obligados a firmar y “adquirir” un departamento que podrá utilizar dos veces por año, después de tanta atención falsa, obsequios y ese anuncio a los cuatro vientos sobre su supuesta decisión de compra. Un ejemplo de muchos del por qué debemos conocer estas leyes. Aunque sé que está pensando, “a mí no me pasaría”. ¡No esté tan seguro! El cuaderno “Harvariano” de mi padre no fue lo único que me motivó en esta búsqueda sobre los botones psicológicos del ser humano, sino la inquietud de responder a esta pregunta: ¿qué es lo que hace que yo haga algo? En esa misma época, un profesor de filosofía me hizo reflexionar con una pregunta: “¿Los seres humanos somos libres?”. Después de una serie de dimes y diretes y de repasar las filosofías kantianas, estructuralista y otras tantas que no recuerdo, el profesor, mis compañeros y yo llegamos a la conclusión de que no, no somos libres. Todo el mundo nos influye de cierta forma; es más, existen empresas e instituciones dedicadas específicamente a persuadirnos para realizar algo que no necesariamente queremos hacer. Y si somos sinceros, esta situación no es ajena a nuestro círculo íntimo de influencia personal. Usted, yo y el mundo entero estamos todo el tiempo influyendo y siendo influidos por otros, y no solamente por vendedores, partidos políticos o agencias de publicidad. Cónyuges, niños, sacerdotes, profesores, aplican estos poderosos principios, algunos sin saberlo. Con la misma casualidad (o destino), encontré a Robert B. Cialdini, un famoso autor de los años ochenta, quien habla de algunos principios en el arte de convencer. De él leí un ejemplo muy ilustrativo: un psicólogo social hizo una encuesta de opinión a residentes de cierta zona preguntándoles qué es lo que ellos harían si se les pidiera que utilizaran tres horas de su tiempo para recolectar dinero a favor de una fundación contra el cáncer. Todos dijeron que con gusto aceptarían (con tal de quedar bien en la encuesta y no parecer egoístas ante el encuestador). Lo que no sabían es que inmediatamente después, iban a mostrarles cómo podían hacerlo desde ese mismo momento. Por haber dicho en primera instancia que sí lo harían, se sintieron obligados a aceptar gracias a algo llamado consistencia. Investigando, ya sin tanta suerte y con más intencionalidad, encontré que existen diversos estudios en psicología social que sustentan ideas que descubrí, algunas de forma heurística, otras por investigación y que plasmé en esta obra como leyes comprobadas por muchos experimentos y por mí mismo. Mi ofrecimiento es que si usted lee este libro, sabrá discernir todas las manipulaciones (algunas buenas, otras malas, otras necesarias) a las que se enfrenta cada día: el anuncio del yogur que apoya a niños con cierta discapacidad (ley del chantaje, ley del inconsciente, ley de asociación); el candidato que dice que si hubiéramos votado por él estaríamos mejor (ley del antagonismo, ley de consistencia, ley del contraste); cuando el sacerdote nos cuenta una parábola (ley de la metáfora); cuando queremos entrar a un lugar aunque esté lleno hasta el tope (ley de la prueba social). En fin, toda situación por la que nos veamos condicionados e influidos para actuar, la revelaré en este libro de forma consciente, comprensible y le daré un nombre. Esto le posibilitará también para aplicar el conocimiento al revés, a su conveniencia. Claro que la ética de cada persona tendrá que estar presente para el adecuado uso de este poder. La pistola está cargada y en este momento la pongo en sus manos, usted sabrá si la usa en defensa propia, para salvar vidas o para abusar de los demás. Su naturaleza original no cambia; la bala disparada siempre penetra, de eso que no quepa la menor duda.
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