Todas las canicas en el mismo saco. — La desesperación del historiador. — Dos amantes de lo insólito. — En el fondo del lago del Diablo. — Un antifascismo que levanta, viento. — Bergier y yo ante la inmensidad de lo extraño. — También Troya era una, leyenda. — La historia atrasada. — De lo visible vulgar a lo invisible fantástico. — Apólogo del escarabajo de oro. —Se puede oír la resaca del futuro. — Hay algo más que la fría mecánica.
Durante la ocupación, vivía en París, en el barrio escolar, un viejo muy original que se vestía como un burgués del siglo xvn, leía sólo a Saint Simon, comía alumbrándose con antorchas y tocaba la espineta. No salía más que para ir al colmado y a la panadería, cubriendo con un capuchón su peluca empolvada y vistiendo una hopalanda que dejaba ver sus medias negras y sus zapatos con hebillas. El tumulto de la Liberación, el tiroteo y la agitación popular le molestaron. Sin comprender nada de lo que pasaba, pero agitado por el miedo y la indignación, salió una mañana al balcón, con su pluma de oca en una mano y flotando su pechera al viento, y gritó, con la fuerte y extraña voz del solitario:
—¡Viva Coblenza!
La gente no comprendió, viendo sólo lo singular de su actitud; los vecinos, excitados, tuvieron la impresión instintiva de que un hombre que vivía en otro mundo tenía pacto con el mal; el grito parecía alemán, subieron, derribaron la puerta, le apalearon, y el hombre murió.
Aquella misma mañana un joven capitán de la Resistencia, que acababa de conquistar la Prefectura, mandaba cubrir de paja la gran alfombra del despacho y disponer en haces los fusiles, a fin de sentirse vivir en un cuadro de su primer libro de Historia.
A la misma hora, se descubría en los Inválidos la mesa, los trece sillones, los estandartes, las ropas y las cruces de la última asamblea de los Caballeros de la Orden Teutónica, bruscamente interrumpida.
Y el primer carro del Ejército Leclerc franqueábala puerta de Orleáns, signo aplastante de la derrota alemana. Lo conducía Henri Rathenau, cuyo tío Walter había sido la primera víctima del nazismo.
De este modo, una civilización, en un momento histórico, y a la manera de un hombre embargado por la más viva emoción, revive mil instantes de su pasado, según un orden y en una sucesión aparentemente incomprensibles.
Giraudoux explicaba que, habiéndose dormido un momento en la trinchera, mientras esperaba la hora de ir a relevar a un camarada muerto durante un reconocimiento, le despertaron unos pinchacitos en el rostro: el viento había desnudado al muerto, había abierto su cartera y proyectaba sus tarjetas de visita, cuyos cantos golpeaban la mejilla del poeta. En aquella mañana de liberación de París, las tarjetas de visita de los emigrados de Coblenza, de los estudiantes revolucionarios de 1830, de los grandes pensadores judíos alemanes y de los Hermanos Caballeros de las Cruzadas, volaban con muchas otras, sin duda, en el viento que arrastraba los sones de la Marsellesa.
Si sacudimos la cesta, todas las canicas salen a la superficie en desorden, o mejor, según un orden y unos razonamientos cuya determinación sería de una complicación infinita, pero en los que podríamos descubrir infinidad de esos encuentros chocantes e iluminadores que Jung llama coincidencias significativas. La admirable frase de Jacques Riviére es aplicable a las civilizaciones y a los momentos históricos: «Al hombre le ocurre, no lo que se merece, sino lo que se le asemeja.» Un cuaderno escolar de Napoleón termina con estas palabras: «Santa Elena, pequeña isla.»
Es una lástima que el historiador juzgue indigno de su ciencia el consignar y examinar estas coincidencias que entreabren bruscamente una puerta sobre otra cara del Universo en que el tiempo no es ya lineal. Su ciencia lleva retraso en la relación con la ciencia en general, que, tanto en el estudio del hombre como en el de la materia, nos muestra unas distancias cada vez más reducidas entre el pasado, el presente y el porvenir. Unas vallas cada vez más delgadas nos separan, en el jardín del destino, de un ayer totalmente conservado y de un mañana enteramente formado. Nuestra vida, como dice Alain, «se abre a grandes espacios».
Existe una florecilla extremadamente delicada y bella que se llama saxífraga umbría. Se le llama también «la desesperación del pintor». Pero ya no desespera a ningún artista, desde que la fotografía y otros muchos descubrimientos han librado a la pintura de la preocupación por el parecido externo. El pintor menos joven de espíritu, no se sienta ya ante un ramo como solía hacer antaño. Sus ojos ven algo distinto del ramo, o mejor, su modelo le sirve de pretexto para expresar, por medio de la superficie coloreada, una realidad oculta a la mirada del profano. Trata de arrancar un secreto a la creación. Antaño, se hubiera contentado con reproducir las apariencias tranquilizadoras y, en cierto modo, participar en el engaño general sobre los signos exteriores de la realidad. «¡Ah! ¡Esto ha sido escupido!» Pero el que escupe está enfermo. En el transcurso de este medio siglo, no parece que el historiador haya evolucionado como el pintor, y nuestra historia es tan falsa como lo eran un seno de mujer, un gatito o un ramo de flores bajo el pincel petrificado de un pintor conformista de 1890.
«Si nuestra generación —dice un joven historiador— quiere examinar con lucidez el pasado, tendrá ante todo que arrancar las máscaras tras de las cuales los artífices de nuestra Historia permanecen ocultos... El esfuerzo desinteresado realizado por una falange de historiadores en favor de la simple verdad es relativamente reciente.»
El pintor de 1890 tenía sus «desesperaciones». ¿Y qué decir del historiador de los tiempos presentes? La mayoría de los hechos contemporáneos se asemejan a la saxífraga umbría: son la desesperación del historiador.
Un autodidacta delirante, rodeado de algunos megalómanos, rechaza a Descartes, barre la cultura humanista, aplasta la razón, invoca a Lucifer y conquista Europa, fallando por poco en la conquista del mundo. El marxismo arraiga en el único país que Marx juzgaba árido. Londres está a punto de perecer bajo una lluvia de cohetes destinados a alcanzar la Luna. Las reflexiones sobre el espacio y el tiempo desembocan en la fabricación de una bomba que aniquila doscientos mil hombres en tres segundos y amenaza con aniquilar la propia Historia. ¡Saxífragas umbrías!
El historiador empieza a inquietarse y a dudar de que su arte sea practicable. Consagra su talento a lamentarse de no poder ejercitarlo. Es lo que suele verse en las artes y las ciencias en los momentos de sofocación: un escritor trata en diez volúmenes de la imposibilidad del lenguaje, un médico estudia cinco cursos para explicar que las enfermedades se curan solas. La Historia pasa por uno de estos momentos.
M. Raymond Aron, rechazando con gesto cansado a Tucídides y a Marx, declara que ni las pasiones humanas, ni la economía de las cosas bastan para explicar la aventura de las sociedades. «La totalidad de las causas determinantes de la totalidad de los efectos —dice, afligido— rebasan la comprensión humana.»
M. Baudin del Instituto, confiesa: «La Historia es una página en blanco, que los hombres pueden llenar como les plazca.»
Y M. René Grousset lanza al cielo vacío este cántico, casi tan desesperado como bello:
«Lo que llamamos Historia, o sea la sucesión de imperios, de batallas, de revoluciones políticas, de fechas sangrientas en su mayoría, ¿es realmente la Historia? Os confieso que yo no lo creo, y que, al hojear los manuales escolares, suelo borrar con el pensamiento más de una cuarta parte...
»La Historia verdadera no es la del vaivén de las fronteras. Es la de la civilización. Y la civilización es, de una parte, el progreso de la técnica, y, de otra, el progreso de la espiritualidad. Podemos preguntarnos si la Historia política, en buena parte, no es más que una historia parásita.
»La Historia verdadera es, desde el punto de vista material, la de la técnica, disfrazada por la Historia política que la oprime, que usurpa su lugar y hasta su nombre.
»Pero la Historia verdadera es, todavía más, la del progreso del hombre en su espiritualidad. La función de la Humanidad consiste en ayudar al hombre espiritual a desprenderse, a realizarse; en ayudar al hombre, como dicen los hindúes en frase admirable, a convertirse en lo que es. Ciertamente, la Historia aparente, la Historia visible, la Historia superficial, no es más que un osario. Si no hubiese más que esto, sólo tendríamos que cerrar el libro y esperar la extinción en el nirvana.. Pero yo creo que el budismo ha mentido y que la Historia no es esto.»
El físico, el químico, el biólogo, el psicólogo, durante los últimos cincuenta años, han recibido grandes choques, yendo a dar, también ellos, con las saxífragas umbrías. Pero hoy no manifiestan ya la misma inquietud. Trabajan, adelantan. Estas ciencias tienen, por el contrario, una extraordinaria vitalidad. Comparad las construcciones arácneas de Spengler y de Toynbee con el movimiento torrencial de la física nuclear. En cambio, la Historia está atascada.
Las razones son sin duda múltiples, pero ésta nos atrae particularmente:
Mientras el físico o el psicoanalista abandonaron resueltamente la idea de que la realidad era necesariamente satisfactoria para la razón y optaron por la realidad de lo fantástico, el historiador permaneció encerrado en el cartesianismo. No es siempre ajena a ello una cierta pusilanimidad eminentemente política.
Se dice que los pueblos felices no tienen Historia. Pero los pueblos que no tienen historiadores, francotiradores y poetas son más infelices: están asfixiados, traicionados.
Al volver la espalda a lo fantástico, el historiador se encuentra a veces impulsado a fantásticos errores. Si es marxista, prevé el hundimiento de la economía americana en el momento en que los Estados Unidos alcanzan su más alto grado de estabilidad y de fuerza. Si es capitalista, señala la expansión del comunismo en el Oeste en el momento en que Hungría se subleva. En cambio, en otras ciencias, la predicción del porvenir a base de los datos del presente, obtiene cada vez mejores resultados.
Partiendo de una millonésima de gramo de plutonio, el físico nuclear traza el proyecto de una fábrica gigante que funcionará según lo previsto. Partiendo de algunos sueños, Freud arroja sobre el alma humana una luz como jamás se viera antes. Y es que Freud y Einstein realizaron, en el primer momento, un esfuerzo colosal de imaginación. Pensaron en una realidad totalmente distinta de los datos racionales admitidos. Partieron de esta proyección imaginativa, establecieron conjuntos de hechos que la experiencia ha venido a confirmar.
«En el campo de la ciencia aprendemos cuan grande es la extrañeza del mundo», dice Oppenheimer. Estamos persuadidos de que esta admisión de la extrañeza enriquecerá la Historia.
No pretendemos en absoluto llevar al método histórico las transformaciones que para él deseamos. Pero creemos que el pequeño ensayo que vais a leer puede prestar algún servicio a los historiadores futuros. Sea por impulsión, sea por repulsión. Hemos querido, al elegir como tema de estudio un aspecto de la Alemania hitleriana, señalar vagamente una dirección útil para otros temas. Hemos pintado flechas en los árboles a nuestro alcance. No pretendemos haber hecho transitable todo el bosque.
Hemos procurado reunir hechos que un historiador «normal» rechazaría con cólera u horror. Nos hemos convertido por un tiempo, según la linda frase de Maurice Renard, en «amantes de lo insólito y escribas de milagros». Esta clase de trabajo no es siempre cómoda para el espíritu. A veces, nos hemos tranquilizado pensando que la teratología, o estudio de los monstruos, donde se inspiró el profesor Wolff a despecho del recelo de los sabios «razonables», puso en claro más de un aspecto de la biología. Y otro ejemplo nos ha servido de apoyo: el de Charles Hoy Fort, el malicioso americano del que ya os hemos hablado.
Dentro de este espíritu fortiano hemos realizado nuestras investigaciones de ciertos acontecimientos de la Historia reciente. Y así, por ejemplo, hemos creído digno de atención el hecho de que el fundador del nacionalsocialismo creyese realmente en el advenimiento del superhombre.
El 23 de febrero de 1957, un hombre rana buscaba el cuerpo de un estudiante ahogado en el lago del Diablo, en Bohemia. Volvió a la superficie, pálido de espanto, incapaz de pronunciar una palabra. Cuando hubo recobrado el habla, explicó que acababa de ver, bajo las aguas frías y densas del lago, una formación fantasmagórica de soldados alemanes de uniforme, una caravana de carros enganchados, con sus caballos en pie.
«¡Oh, noche!, ¿qué son esos guerreros lívidos...?» En cierto modo, nosotros también nos hemos sumergido en el lago del Diablo. De los anales de Nuremberg, de millares de libros y de revistas, y de testimonios personales, hemos sacado una colección de extrañezas. Hemos organizado nuestro material en función de una hipótesis de trabajo que acaso no pueda elevarse a la dignidad de teoría, pero que un gran escritor inglés desconocido, Arthur Machen, ha expresado vigorosamente:
«A nuestro alrededor existen sacramentos del mal, como existen sacramentos del bien, y yo creo que nuestra vida y nuestros actos se desarrollan en un mundo insospechado, llenos de cavernas, de sombras y de moradores crepusculares.»
El alma humana ama el día. Pero también ama la noche, con igual ardor, y este amor puede conducir a los hombres, como a las sociedades, a acciones criminales y catastróficas que aparentemente desafían a la razón, pero que resultan explicables si uno se coloca en cierto punto de vista. Enseguida precisaremos esto, cediendo de nuevo la palabra a Arthur Machen.
En esta parte de nuestra obra, hemos querido suministrar la materia prima de una historia invisible. No seremos los primeros. Ya John Buchan había señalado singulares corrientes subterráneas en los acontecimientos históricos. Una entoinóloga alemana, Margare! Boveri, tratando a los hombres con la frialdad objetiva que dedica a la observación de los insectos, ha escrito una Historia de la Traición en el siglo XX, cuyo primer volumen lleva por título Historia Visible, y el segundo, Historia Invisible.
Pero, ¿de qué historia invisible se trata? El término está lleno de trampas. Lo visible es tan rico y, a fin de cuentas, está tan poco explorado, que siempre se puede encontrar en él hechos justificativos de cualquier teoría, y se conocen innumerables explicaciones de la historia por la acción oculta de los judíos (de los francmasones, de los jesuítas o de la Banca internacional). Estas explicaciones nos parecen primitivas. Por lo demás, nos hemos guardado muy bien de confundir lo que llamamos realismo fantástico con el ocultismo y las fuerzas secretas de la realidad con la novela de folletín. (Sin embargo, hemos observado muchas veces que la realidad carecía de dignidad, pues no se libra de lo novelesco, y que no se podían eliminar ciertos hechos con el pretexto de que parecían salir, precisamente, de Una novela de folletín.)
Hemos acogido, pues, los hechos más chocantes, con la reserva de autentificarlos. A veces, hemos preferido exponernos a parecer sensacionalistas o aficionados a lo sorprendente, antes que prescindir de tal o cual aspecto aparentemente delirante. El resultado no se parece en nada a los retratos de la Alemania nazi generalmente admitidos. No es culpa nuestra. Una serie de acontecimientos fantásticos constituían el objeto de nuestro estudio. No es corriente, pero sí lógico, pensar que detrás de estos acontecimientos pueden ocultarse realidades extraordinarias. ¿Por qué habría de tenerla Historia el privilegio, sobre todas las otras ciencias modernas, de poder explicar todos los fenómenos de manera satisfactoria para la razón?
Nuestro retrato, ciertamente, no está conforme con las ideas recibidas, y, además, es fragmentario. No hemos querido sacrificar nada a la coherencia. Lo cual es, por lo demás, una tendencia muy reciente de la Historia, al igual que la tendencia a la verdad:
«Aquí y allá aparecerán lagunas: el lector debe pensar que el historiador de hoy ha abandonado el antiguo concepto según el cual se alcanzaba la verdad cuando se habían colocado, sin huecos ni sobrantes, todas las piezas del rompecabezas que se construía. Para él, el ideal de la obra histórica ha dejado de ser el bello mosaico completo y liso: más bien lo concibe como un campamento de excavaciones, con su caos aparente en que se yuxtaponen las búsquedas inciertas, las colecciones de pequeños objetos evocadores y, aquí o allá, las bellas resurrecciones de conjunto y las obras de arte.»
El físico sabe que las pulsaciones de energía anormales, excepcionales, han revelado la fisión del uranio y abierto, por ello, un campo infinito al estudio de la radiactividad. Nosotros hemos buscado las pulsaciones de lo extraordinario.
Un libro de Lord Russell, de Liverpool, Breve historia de los crímenes de guerra nazis, publicado once años después de la victoria aliada, sorprendió a los lectores franceses por su tono de extremada sobriedad. En este libro, los hechos horribles hablaban por sí solos, y los lectores advirtieron que seguían sin comprender nada de tanta guerra. Expresando este sentimiento, un eminente especialista escribió en Le Monde:
«La cuestión que se plantea es saber cómo todo esto fue posible en pleno siglo xx, y en regiones que pasan por ser las más civilizadas del Universo.»
Es singular que tal cuestión, esencial, primordial, se plantee a los historiadores doce años después de la apertura de todos los archivos posibles. Pero, ¿de veras se plantea? No es seguro. Al menos, todo ocurre como
si procurasen olvidarla, en el momento de ser evocada, obedeciendo así al movimiento de opinión establecido,
y al cual molesta semejante cuestión. Y así sucede que el historiador da testimonio de su tiempo, al negarse a
hacer historia. Apenas ha escrito: «La cuestión que se plantea es saber...», cuando se apresura a levantar una
ráfaga de viento para alejarla. .
«He aquí —añade enseguida— lo que hace el hombre cuando es abandonado al impulso de sus instintos desencadenados y a la vez sistemáticamente pervertidos.»
¡Extraña explicación histórica, esta evocación del misterio nazi según los grandes moldes de la moral comente! Sin embargo, es la única que se nos ha dado, como si hubiese una vasta conspiración de las inteligencias para hacer de las páginas más fantásticas de la los resortes de la acción de los hombres, de sus creencias o de sus realizaciones. Así, hemos estudiado ciertos trabajos de la sección oculta de los servicios de información alemanes. Esta sección confeccionó, por ejemplo, un largo informe sobre las propiedades mágicas de los campanarios de Oxford, que, en su opinión, impedían que las bombas cayeran sobre dicha ciudad. Es indiscutible que hay en ello una aberración, pero también lo es que esta aberración hizo estragos entre hombres inteligentes y responsables, y que este hecho arrojó luz sobre algunos puntos de la historia visible y de la invisible.
En nuestra opinión, los acontecimientos tienen a menudo razones de ser que la razón desconoce, y las líneas de fuerza, de la Historia pueden ser tan invisibles y al propio tiempo tan reales como las líneas de fuerza de un campanario magnético.
Podemos ir más lejos. Nos hemos aventurado por un terreno en el que esperamos que los historiadores del porvenir se adentrarán con medios superiores a los nuestros. Hemos intentado aplicar a la Historia el principio de los «enlaces no casuales» que el físico Wolfgang Pauli y el psicólogo Jung propusieron recientemente. A este principio me refería hace un momento al hablar de coincidencias. Según Pauli y Jung, acontecimientos independientes entre sí pueden tener relaciones sin causa y, no obstante, significativas a escala humana. Son las «coincidencias significativas», «signos» en los que los dos sabios ven un fenómeno de «sincronización» que revela lazos insólitos entre el hombre, el tiempo y el espacio, y que Claudel llamaba magníficamente «la fiesta de las casualidades».
Una enferma está tendida en el diván del psicoanalista Jung. Padece desórdenes nerviosos muy graves,
pero el análisis no progresa. La paciente, encerrada en su espíritu realista hasta el extremo, aferrada a una especie de ultralógica resulta impenetrable a los argumentos del médico.
Una vez más, Jung ordena, aconseja, suplica:
—Abandónese, no trate de comprender, y cuénteme sencillamente sus sueños.
—He soñado con un escarabajo —responde por fin la dama, en un susurro.
En el mismo momento, suenan unos golpecitos en el cristal. Jung abre la ventana, y entra en la estancia un hermoso escarabajo dorado, haciendo zumbar sus élitros. Impresionada, la paciente cede al fin, y puede comenzar el verdadero análisis, que proseguirá hasta la curación.
Jung cita a menudo este acontecimiento verídico que parece un cuento árabe. Nosotros creemos que en la historia de un hombre, como en la Historia a secas, existen muchos escarabajos de oro.
La completa doctrina de la «sincronización», construida en parte sobre la observación de tales coincidencias, podía acaso cambiar totalmente el concepto de la Historia. Nuestra ambición no va tan lejos ni se remonta tanto. Lo que queremos es llamar la atención sobre los aspectos fantásticos de la realidad. En esta parte de nuestra obra, nos hemos entregado a la búsqueda y a la interpretación de ciertas coincidencias que nos parecen significativas. A otros pueden no parecerles así.
Aplicando a 1a Historia nuestra concepción «realista-fantástica», hemos realizado un trabajo de selección. Hemos elegido a veces hechos de poca importancia, pero chocantes, porque hasta cierto punto, buscamos la luz de la aberración. Una irregularidad de unos segundos en el movimiento del planeta Mercurio basta para derribar el edificio de Newton y justificar a Einstein. De la misma manera creemos que algunos de los hechos que hemos descubierto pueden hacer necesaria la revisión de la estructura de la Historia cartesiana.
¿Puede emplearse este método para prever el porvenir? También soñamos en ello. Chesterton, en El hombre que fue jueves, describe una brigada de Policía política especializada en poesía. Se evita un atentado porque un policía comprende el sentido del soneto. Detrás de las gansadas de Chesterton se ocultan grandes verdades. Las corrientes de ideas que pasan inadvertidas al observador oficial, los escritos y las obras que no llaman la atención de los sociólogos, los hechos sociales demasiado minúsculos y absurdos a sus ojos, anuncian acaso con mayor seguridad los acontecimientos venideros que los grandes hechos visibles y los movimientos de ideas manifiestos, de los cuales se preocupa.
El clima de espanto del nazismo, que nadie puede prever, había sido anunciado en los terribles relatos, La mandragora y En el horror, del escritor alemán Hans Heinz Ewers, que debía convertirse en poeta oficial del régimen y escribir el Horst Wessel Lied. No es imposible que ciertas novelas, poemas, cuadros y estatuas, no advertidas siquiera por la crítica especializada, nos presenten, en forma increíblemente minuciosa, las figuras exactas del mundo de mañana.
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