—¡Alto! —ordenó el ladrón.
El asno se detuvo por su cuenta. El hermano Francis se alzó la capucha para mostrar el parche negro y se llevó lentamente la mano al ojo, como dispuesto a descubrir un horrible espectáculo disimulado por el paño. Pero el hombre echó la cabeza atrás y lanzó una risotada siniestra y realmente satánica. El fraile se apresuró a mascullar un exorcismo, cosa que tampoco pareció impresionar al ladrón.
—Esto hace ya años que no sirve —le dijo—. Vamos, apéate.
El hermano Francis se encogió de hombros, sonrió y se apeó de su montura sin protestar.
—Buenos días, señor —dijo, en amable tono—. Podéis llevaros el asno. Me sentará bien andar un poco.
Y ya se alejaba cuando el ladrón le cerró el paso.
—¡Espera! ¡Desnúdate completamente y déjame ver lo que llevas en este paquete!
El monje le mostró sus alforjas, con un pequeño ademán de excusa, pero el otro se echó a reír a más y mejor.
—¡También conozco el truco de la pobreza! —dijo a su víctima en tono sarcástico—. El último mendigo que detuve llevaba medio kilo de oro encima... Vamos, pronto, ¡desnúdate!
Cuando el fraile lo hubo hecho, el hombre registró sus vestiduras, no encontró nada y se las devolvió.
—Ahora —prosiguió—, veamos ese paquete.
—No es más que un documento, señor —protestó el religioso—, un documento que carece de valor para quien no sea su dueño.
—¡Abre el paquete, te he dicho!
El hermano Francis obedeció sin rechistar y pronto resplandecieron bajo el sol las iluminaciones del pergamino. El ladrón lanzó un silbido de admiración.
—¡Qué bonito! A mi mujer le gustará para colgarlo en la pared de la choza.
El pobre fraile, al oírlo, sintió que le fallaba el corazón y se puso a murmurar una plegaria silenciosa: «Si lo has enviado Tú, Señor, para probarme —suplicó desde lo más profundo de su alma—, dame al menos el valor de morir como un hombre, pues, si está escrito que tiene que robármelo, ¡tendrá que hacerlo al cadáver de Tu indigno siervo!
—¡Envuélvemelo! —ordenó de pronto el ladrón, que sabía lo que quería.
—Os lo ruego, señor —gimió el hermano Francis—, ¿cómo podéis privar a un pobre hombre de una obra en la que ha empleado toda su vida...? Quince años he pasado iluminando este manuscrito y...
—¿Cómo? —le interrumpió el ladrón—. ¿Lo has hecho tú mismo?
Y se desternilló de risa.
—No comprendo, señor—replicó el monje, enrojeciendo ligeramente—, lo que pueda tener de gracioso...
—¡Quince años! —exclamó el hombre, entre dos accesos de risa—. ¡Quince años! ¿Y por qué?, te pregunto. ¡Por un pedazo de papel! ¡Quince años...! ¡Ja, ja!
Y, asiendo con ambas manos la hoja iluminada, se dispuso a desgarrarla. Entonces el hermano Francis se dejó caer de rodillas en medio del sendero.
—¡Jesús, María y José! —exclamó—. ¡Os lo suplico, señor, en nombre del Cielo!
El ladrón pareció ablandarse un poco; arrojando el pergamino al suelo, preguntó burlón:
—¿Estarías dispuesto a luchar por tu pedazo de papel?
—¡Lo que queráis, señor! ¡Haré todo lo que queráis!
Ambos se pusieron en guardia. El fraile se santiguó precipitadamente e invocó al Cielo, recordando que antaño la lucha había sido un deporte autorizado por la divinidad... Después se lanzó al combate.
Tres segundos más tarde yacía sobre los puntiagudos guijarros que le laceraban el espinazo, medio asfixiado bajo una pequeña montaña de duros músculos.
—¡Ya está! —dijo, modestamente, el ladrón, levantándose y cogiendo el pergamino.
Pero el fraile se arrastró de rodillas, juntando las manos y ensordeciéndole con sus súplicas desesperadas.
—Creo —se burló el ladrón— que serías capaz de besarme los zapatos con tal de que te devolviese el dibujo.
Por toda respuesta, el hermano Francis le alcanzó de un salto y empezó a besar fervorosamente las botas del vencedor.
Esto era ya demasiado, incluso para un pillastre de siete suelas. Lanzó un juramento, arrojó el manuscrito al suelo, montó en el asno y se alejó... Inmediatamente, el hermano Francis se lanzó sobre el documento y lo recogió del suelo. Después trotó detrás del hombre, implorando para él todas las bendiciones del cielo y dando gracias al Señor por haber creado malandrines tan desinteresados.
Sin embargo, cuando el ladrón y su asno hubieron desaparecido en la arboleda, el monje empezó a preguntarse, con un poco de tristeza, por qué razón, en efecto, había consagrado quince años de su vida a este pedazo de pergamino... Las palabras del ladrón resonaban aún en sus oídos: «¿Y por qué?, te pregunto...» Sí, ¿por qué?, ¿por qué razón?
El hermano Francis reanudó su camino, pensativo y con la cabeza gacha bajo el capuchón... Incluso hubo un momento en que se le ocurrió la idea de arrojar el documento entre los matorrales y dejarlo allí, bajo la lluvia... Pero el padre abad había aprobado su deseo de entregarlo a las autoridades del Nuevo Vaticano, a modo de presente. El monje pensó que no podía presentarse allí con las manos vacías, y ya serenado, prosiguió el camino.
Había llegado el momento. Perdido en la inmensa y majestuosa basílica el hermano Francis se hallaba sumido en la prestigiosa magia de colores y sones. Después de invocar al Espíritu infalible, símbolo de toda perfección, se levantó un obispo —el monje advirtió que era monseñor Di Simone, abogado del santo—, quien pidió a san Pedro que se pronunciara, por medio de S. S. León XXII, y ordenó a todos los reunidos que prestaran oído atento a las solemnes palabras que iban a ser pronunciadas.
Un momento después, el Papa se levantó despacio y proclamó que Isaac Edward Leibowitz debía ser en adelante venerado como santo. Asunto concluido. El oscuro técnico de antaño formaba ya parte de la celeste falange. El hermano Francis dirigió enseguida una devota plegaria a su nuevo patrón, mientras el coro entonaba el Te Deum.
Un rato más tarde, y andando con un paso vivo, el Soberano Pontífice apareció tan bruscamente en la sala de audiencias donde esperaba el frailuco, que la sorpresa cortó el resuello al hermano Francis, privándole del
uso de la palabra. Se arrodilló apresuradamente para besar el anillo del Pescador y recibir la bendición, y después se levantó torpemente, sin saber qué hacer con el bello pergamino iluminado que sostenía detrás de la espalda. Comprendiendo el motivo de su turbación, el Papa sonrió.
—¿Acaso nuestro hijo nos trae un presente? —preguntó.
El monje farfulló algo ininteligible, asintió estúpidamente con la cabeza y por fin alargó su manuscrito, que el Vicario de Cristo observó largamente sin decir palabra y con rostro impasible.
—No es nada —masculló el hermano Francis, que sentía aumentar su turbación a medida que se prolongaba el silencio del Pontífice—, no es más que una pequeñez, un miserable presente... Incluso me avergüenzo de haber pasado tanto tiempo en...
Se detuvo en seco, ahogado por la emoción.
Pero el Papa parecía no haberle oído.
—¿Comprendes el significado del simbolismo empleado por san Isaac? —preguntó al fraile, sin dejar de examinar con curiosidad el misterioso trazado del plano.
El hermano Francis, por toda respuesta, sacudió negativamente la cabeza.
Y el fraile se puso a balbucear las gracias, mientras el Soberano Pontífice se perdía de nuevo en la contemplación de los diseños tan bellamente iluminados.
—Sea cual fuere su significación... —comenzó el Papa; pero se interrumpió de golpe y empezó a hablar de otra cosa.
Si habían hecho al fraile el honor de recibirle, le explicó, no era porque las autoridades eclesiásticas se hubiesen formado una opinión oficial sobre el peregrino que el monje había visto... El hermano Francis había sido tratado de esta suerte porque se le quería recompensar por el hallazgo de importantes documentos y reliquias. Así se había juzgado su hallazgo, sin tener absolutamente en cuenta las circunstancias que lo acompañaron.
—Sea cual fuese su significación —repitió al fin—, este fragmento de saber, muerto en la actualidad, recobrará vida algún día.
Sonriendo, dirigió al monje un pequeño guiño.
—Y nosotros lo conservaremos celosamente hasta que aquel día llegue —concluyó.
Sólo entonces advirtió el hermano Francis que la sotana blanca del Papa tenía un agujero y que todas sus vestiduras estaban bastante usadas. La alfombra de la sala de audiencias estaba también muy raída en algunos sitios, y el yeso del techo se caía visiblemente a pedazos.
Pero en las estanterías que se veían a lo largo de los muros, había libros, libros enriquecidos con admirables iluminaciones, libros que trataban de cosas incomprensibles, libros pacientemente copiados por hombres cuya tarea no consistía en comprender, sino en conservar. Y estos libros esperaban que llegase su hora
—Adiós, mi querido hijo.
El humilde guardián de la llama del saber marchó a pie a su lejana abadía... Cuando se acercó a la comarca en que merodeaba el ladrón, se sintió lleno de alegría. Si aquel día el ladrón estaba de descanso, se sentaría a esperar su regreso. Porque esta vez sabía ya lo que tenía que responder a su pregunta.
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