Para poder entender este curioso y atrevido título, es necesario conocer esta historia… Cuenta un relato oriental cuyo autor desconozco que estaba un maestro paseando con un discípulo cuando llegaron a un poblado muy pobre. Visitaron a una familia del lugar, que les recibieron con ropa vieja y una sonrisa. Les explicaron que se sentían afortunados de tener una vaca, gracias a la cual podían sobrevivir a pesar de sus precarias condiciones. Dijo el padre de la familia que bebían la mitad de la leche que les proporcionaba cada día, y la otra parte la vendían a cambio de otros alimentos en una ciudad vecina. Cuando se marcharon del lugar, el sabio le dijo al joven discípulo: “coge la vaca de estos señores y lánzala por el precipicio”. El joven no lo entendió, pero lo hizo. Y unos años después, remordido de culpa por haber realizado aquello, decidió volver a aquel poblado. Cuando llegó se sorprendió al encontrarlo repleto de jardines, tiendas y fuentes. Parecía un lugar totalmente distinto, y también le extrañó que la casucha donde había estado en su día visitando a aquella familia era una casa bonita. Se horrorizó imaginando cómo aquella familia, tras perder a su vaca, habrían tenido que vender su casa y marcharse. Preguntó a un hombre que vio junto a la puerta: “¿sabe dónde puedo encontrar a una familia que vivía aquí hace unos cuatro años?” a lo que el hombre le contestó que eran ellos. El joven, extrañado, le preguntó: “¿Cómo lo hicieron para cambiar de vida?” y el hombre le contestó: “nosotros teníamos una vaca que murió, y tuvimos que arreglárnoslas para sobrevivir de otra manera”. Lo cierto es que muchas veces ocurre esto: que vivimos apegados a una idea, una persona, un recurso, una empresa, un lugar… sin el cual pensamos que no podríamos sobrevivir. Y a menudo el mejor favor que nos podemos hacer a nosotros mismos es tirarlo por el precipicio. Con esto no quiero sugerir que nos despidamos de aquellos recursos, ideas o personas que nos ayudan, sino que seamos capaces de visualizar en nuestra mente sin aquello, para darnos cuenta de que podemos sobrevivir igualmente, y para valorar aquello como un bien que nos aporta valor, pero que no necesitamos desesperadamente. Aquella empresa en la que trabajas, aquella pareja que tienes o aquellos ahorros que aún te quedan no son tu único recurso, ni lo que te salva de estar mal: eres tú. Y cuanto más pongas el foco en tus capacidades, tu actitud y tus recursos internos, mejor podrás aprovechar los recursos que te aporta la vida, sin darlos por supuestos, ni depender de ellos, y con la capacidad constante de ver nuevas oportunidades, opciones y recursos. La abundancia sólo la percibe el que mira con ojos de abundancia. Nadie puede ver lo que no quiere ver, y a veces el peor impedimento para ver es el miedo a perder, y el apego a algo que creemos que necesitamos y al creerlo, pasa de ayudarnos a convertirse en un límite de nuestro crecimiento personal. “Nada sucede, hasta que algo se mueve” Einstein Con este cuento y este artículo no quiero ni mucho menos hacer apología de lanzar animales por precipicios, ni tampoco defender la idea de que haya que abandonarlo todo y tirarse a la piscina: dejando la empresa, divorciándose o rompiendo con todo en la realidad. Lo que pretendo es recordar la importancia de cambiar de perspectiva, de romper con todo desde la mente, como un acto de parar y de tomar consciencia; de mirar las cosas desde otro punto de vista y moverse del sitio. A lo que te invito es a que salgas de la caja, a que hagas que algo se mueva para que sucedan nuevas cosas. Salir de la caja significa romper con los esquemas que se dan por supuestos, atreverse a desafiar el statu quo y dejar de actuar por miedo para actuar desde la voluntad y el coraje.
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