Un helado sábado del 14 de Noviembre de 1716 del condado de Hannover (Alemania), en una lápida sin nombre y en un entierro sin penantes, se veló al único miembro vitalicio de la Royal Society de Londres y de la Academia Prusiana de las Ciencias, quien estaba en el exilio y sin apoyo de quienes eran sus mecenas, como Jorge I, rey de Gran Bretaña e Irlanda y Elector de Hannover o Pedro el Grande, el zar de Rusia. Al fallecer, este hombre de 60 años era una personalidad en decadencia, no porque sus ideas y aportes no fueron sustanciales para la filosofía y las ciencias, sino por haber sido acusado de haber plagiado el Cálculo Integral de Newton, aquella herramienta imprescindible para entender los objetos de la física moderna, p. ej., la revolución de los planetas y los volúmenes de grandes regiones (que ya comentamos en el episodio de fin de año), pero también Voltaire lo hizo foco de su burla en la obra Cándido, por haber defendido una filosofía teleológica, es decir, se burlaba por asumir un sentido para todo lo existente. Recién medio siglo después, este hombre en una tumba sin nombre, se lo volverá a considerar como alguien admirable, primero, porque se demostraría que él inventó el Cálculo Integral también, de forma independiente y paralela a la de Newton y, segundo, porque sus análisis lógicos y su visión de la estructura del universo poseen gran actualidad (quitando a lo teológico, claro está), quedando demostrado, una vez más, que los Super-Stars lo serán siempre a pesar de la mala prensa.
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