La caverna de los antepasados Tuesday Lobsang Rampa
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La caverna de los antepasados Tuesday Lobsang Rampa
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Prólogo
Éste es un libro que trata de lo Oculto y de los poderes del hombre. Es
un libro sencillo que no contiene «palabras extrañas», ni sánscrito, ni ninguna
lengua muerta. El lector medio siente el deseo de CONOCER las cosas
sin necesidad de tener que adivinarlas a través de palabras que apenas
comprende el propio autor. Si un autor domina su oficio, puede permitirse
escribir en inglés sin pretender ocultar las lagunas de su conocimiento me -
diante la utilización de un idioma extraño.
Hay muchas personas que se sienten desorientadas ante esas confusiones
de lenguaje. Las Normas de la Vida son realmente simples. No es preciso
aplicarles el disfraz de los cultos místicos o de las pseudo-religiones.
Tampoco es preciso recurrir al alegato de las «revelaciones divinas». TODOS
LOS SERES HUMANOS pueden tener idénticas «revelaciones» si se
esfuerzan por conseguirlas.
Nadie será condenado eternamente porque haya entrado en una iglesia
sin quitarse el sombrero en lugar de hacerlo descalzo. En las puertas de las
lamaserías del Tibet puede leerse la siguiente inscripción: «Mil monjes, mil
religiones». Independientemente de las creencias de cada uno, el que convierta
en su norma de conducta el precepto de «trata a los demás como tú
quisieras ser tratado», será bien tratado cuando llegue el juicio Final.
Aseguran algunos que el Conocimiento Interior puede ser obtenido
mediante la adhesión a un culto determinado y, naturalmente, contribuyendo
sustancialmente al mantenimiento de ese culto. Las Leyes de la Vida dicen:
«Busca y encontrarás».
Este libro es fruto de una larga vida consagrada a seleccionar las enseñanzas
de las grandes lamaserías del Tibet y los poderes conseguidos a través
de una estricta identificación con las Leyes. Se trata de una ciencia que
enseñaron los viejos Antepasados y que está grabada en las Pirámides de
Egipto, en los Elevados Templos de los Andes y en el mayor depósito de
Conocimiento Oculto que existe en el mundo: El Tibet.
T. LOBSANG RAMPA
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Capitulo primero.
La tarde era cálida, deliciosa; inusitadamente cálida para la época del
año. La suave fragancia del incienso, elevándose dulcemente en la atmósfera
quieta, llenaba nuestro espíritu de calma. Envuelto en una gloriosa aureola,
el sol se ocultaba en la lejanía, tras las altas cimas del Himalaya, dejando
teñidos de púrpura, como un presagio de la sangre que salpicaría el
Tibet en los días futuros, los picachos llenos de nieve.
Las sombras se acentuaban poco a poco deslizándose hasta la ciudad
de Lhasa desde las cumbres gemelas de Potala y de nuestro Chakpori. Bajo
nosotros, hacia la derecha, una tardía caravana de mercaderes de la India
recorría lentamente su camino hacia Pargo Kaling, la Puerta de Occidente.
El último de aquellos devotos peregrinos, lleno de una premura increíble,
se apresuraba con el deseo de recorrer su camino hasta Lingkor Road, como
si sintiera el temor de verse envuelto en la oscuridad aterciopelada de la
noche, ya muy cercana.
El Kyi Chu, o Río Venturoso, discurría feliz en su interminable viaje
hacia el mar, lanzando nítidos destellos de luz como un tributo al día que
agonizaba. La ciudad de Lhasa brillaba con el dorado resplandor de las
lámparas de grasa. Desde el cercano Po tala se escuchó el sonido de una
trompa anunciando el ocaso y sus notas volaron y se multiplicaron con el
eco por todo el Valle, chocando contra la superficie de las rocas y regresando
hasta nosotros con una cadencia distinta.
Yo contemplé la escena familiar, el Potala, centenares de ventanas
iluminadas como si los monjes de todos los grados estuvieran atendiendo
sus postreras tareas del día. En la parte superior del inmenso edificio, junto
a las Tumbas Doradas, una figura solitaria, aislada y remota, parecía estar
observándolo todo. Cuando los débiles rayos del sol se ocultaron detrás de
la muralla de montañas, sonó de nuevo una trompa y el profundo rumor de
un cántico brotó desde el templo. Los últimos vestigios de luz se desvanecieron
rápidamente y, rápidamente, las estrellas del cielo se trocaron en un
resplandor de joyas brillando sobre un marco de púrpura. Un meteoro cruzó
el cielo relampagueando, convirtiéndose después en un estallido postrero
de gloria, antes de caer sobre la tierra extinguiéndose en un puñado de
humo y de cenizas.
-¡Hermosa noche, Lobsang! -dijo una voz querida.
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-Realmente es una hermosa noche -respondí, poniéndome en pie rápidamente
para saludar al Lama Mingyar Dondup.
Se sentó junto a un muro y me invitó a sentarme a su lado. Señalando
hacia arriba, me dijo
-¿Te has dado cuenta de que las personas, tú y yo, tenemos cierta semejanza
con todo eso?
Le contemplé silencioso sin comprender qué semejanza podía existir
entre nosotros y las estrellas. El Lama era alto, bien parecido y con una noble
cabeza. ¡A pesar de todo no encontraba ningún parecido entre él y las
estrellas! Él sonrió ante mi expresión perpleja.
-Como siempre, eres literal, Lobsang, literal. Quise decirte que las cosas
no son necesariamente lo que parecen ser. Si escribes: «¡Om!, ma-ni
pad-me Hum» 1 en caracteres tan enormes que a las personas que pueblan el
Valle de Lhasa les resulte imposible leerlos, su propia grandiosidad imp edirá
que éstas puedan captarlos.
Se interrumpió y me miró para asegurarse de que era capaz de seguir
sus explicaciones. Después continuó:
-Lo mismo sucede con las estrellas. Son «tan grandes» que no podemos
comprender lo que forman entre todas.
Le miré como a alguien que de pronto ha perdido la razón. ¿Las estrellas
«formando algo»? ¡Las estrellas eran -eso- «estrellas»! Después pensé
en la posibilidad de escribir con caracteres tan grandes como para llenar todo
el Valle, hasta el punto de que su propio tamaño los hiciera ilegibles. Él
siguió hablando con su voz suave.
-Piensa que tú mismo disminuyes y disminuyes de tamaño hasta llegar
a ser tan pequeño como un grano de arena. ¿Cómo podría verte yo entonces?
Imagina que aún te haces más pequeño, tan pequeño que incluso el
grano de arena fuera para ti tan grande como un mundo. En ese caso, ¿qué
alcanzarías a ver de mi persona? -Se interrumpió y me observó con su mirada
penetrante-. ¿Bien? -preguntó-, ¿qué es lo que podrías llegar a ver?
Me senté asombrado, con el cerebro vacío de todo pensamiento, boquiabierto
como un pez al que acabaran de pescar.
-Lo único que verías, Lobsang -dijo el Lama -, es un grupo inmenso de
mundos dispersos que ruedan en la oscuridad. Porque, como consecuencia
de tu pequeñez física, percibirías las moléculas de mi cuerpo como mundos
aislados, separados unos de otros por espacios enormes. Verías mundos gi-
1Fórmula sagrada, iniciada con la sílaba mágica, que debe repetirse intermitentemente
hasta conseguir el vacío mental y la unión con la divinidad. (N. del T.)
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rando unos en torno a otros. Verías «soles» que serían en realidad las moléculas
de ciertos centros psíquicos. ¡Verías un «universo»!
Mi cerebro estallaba. Hubiera jurado que la «maquinaria» que está sobre
mis cejas se estremecía convulsivamente bajo el esfuerzo que me veía
obligado a hacer para alcanzar tan extraño, tan excitante conocimiento.
Mi Maestro, el Lama Mingyar Dondup, se inclinó hacia mí y, suavemente,
me hizo alzar la cabeza.
-¡Lobsang! -murmuró riendo-. Tus ojos se están extraviando en un esfuerzo
por seguirme. -Se sentó, inclinándose hacia atrás, riendo, concediéndome
unos instantes para que me recuperara un poco de mi turbación.
Después me dijo-: Mira el tejido de tu manto. ¡Pálpalo!
Así lo hice y me sentí como un estúpido al tener conciencia de mis
viejas y andrajosas vestiduras. Dijo entonces el Lama:
-Es tela. Suave al tacto. No es posible ver a través de ella. Pero imagina
que la ves a través de un cristal de aumento que la muestra diez veces
mayor de lo que tus ojos te dicen. Piensa en las hebras de la lana de yak e
imagina que ves cada hebra aumentada diez veces. Sin duda alguna verías
la luz entre las hebras. Pero multiplica sus dimensiones por un millón y podrás
cabalgar sobre ellas, ¡a no ser que su inmensidad te impida abarcarlas!
Ante esas explicaciones, empezaba a comprender el sentido de sus palabras.
Asentí pensativo, mientras el Lama proseguía:
-¡Como si fueras una mujer vieja y decrépita!
-¡Señor! -respondí al fin-. En ese caso, la vida entera no es más que
una gran extensión de espacio acribillado de mundos.
-La cosa no es tan «sencilla» -respondió-, pero ponte cómodo y te comunicaré
algunos de los conocimientos que hemos podido descubrir en la
Caverna de los Antepasados.
-¡La Caverna de los Antepasados! -exclamé lleno de avidez y curiosidad-.
¡Vais a hablarme acerca de esas cosas y de la Expedición!
-¡Sí! ¡Sí! -murmuró-. Pienso hacerlo; pero en primer lugar, es preciso
que hablemos del Hombre y de la Vida, tal como los concebían los Antepasados
en la época de la Atlántida.
Yo sentía dentro de mi espíritu el mayor interés por la Ca verna de los
Antepasados, descubierta por una expedición de grandes lamas y que constituía
un depósito fabuloso de ciencia y de máquinas procedentes de una
época en que la Tierra era todavía joven. Como conocía a mi Maestro,
comprendía que era inútil abrigar la esperanza de que me relatara esa historia
hasta que él lo considerara oportuno, y ese momento no parecía haber
lle gado todavía. Las estrellas brillaban sobre nosotros en todo su esplendor,
levemente mitigado por el aire extraño y puro del Tibet. Las luces iban
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apagándose una tras otra en los Templos y en las Lamaserías. El aire nocturno
transportaba, desde la lejanía, el gemido lastimero de un perro y los
ladridos con que le respondían los perros de la aldea de Shó, situada sobre
nosotros. La noche estaba serena, incluso plácida, y ninguna nube oscurecía
el rostro recién aparecido de la Luna. Las cintas de oraciones pendían,
lacias e inanimadas, de sus mástiles. Hasta nosotros llegaba el débil repiqueteo
de un Molino de Plegarias al que algún monje piadoso, dominado
por la superstición e incapaz de tener conciencia de la Realidad, hacía girar,
con la esperanza inútil de conseguir los favores de los Dioses.
Escuchando aquel ruido, el Lama, mi Maestro, dijo sonriendo:
-Cada cual actúa de acuerdo con sus creencias y con sus necesidades.
Las galas de las ceremonias religiosas sirven a muchos de consuelo y nosotros
no debemos condenar a aquellos que todavía no han sido capaces de
recorrer un trecho suficiente del Camino o que no pueden sostenerse en pie
sin muletas. Lobsang, quiero hablarte ahora de la naturaleza del Hombre.
Yo me sentía muy cerca de «aquel» hombre, el único que había mo strado,
en muchas ocasiones, consideración y amo r hacia mí. Le escuché
atentamente con el deseo de no defraudar la fe que en mí tenía. Debo decir,
sin embargo, que así fue al principio, pero en seguida me di cuenta de que
el tema era fascinante y entonces le escuché con una avidez realmente irreprimible.
-La totalidad del mundo está constituida por una masa de vibraciones.
Toda la vida y todo lo imaginado tiene su origen en esas vibraciones. Hasta
los poderosos Himalayas -dijo el Lama- son solamente un conjunto de partículas
aisladas en el espacio que no pueden llegar a tocarse unas a otras. El
mundo, el Universo, está compuesto por esas diminutas partículas en torno
a las cuales dan vuelta sin cesar otras partículas semejantes. Todo cuanto
existe está compuesto de torbellinos de mundos que giran unos en torno a
otros, de la misma manera que el Sol está circundado de mundos que,
siempre a la misma distancia, sin llegar a tocarse nunca, giran alrededor de
él.
Se interrumpió y me miró, tal vez preguntándose si comprendía sus
explicaciones, que yo seguía fácilmente.
-Los espíritus que nosotros, los videntes, vemos en el templo -
prosiguió- son personas, personas vivas, que han abandonado este mundo,
pasando a un estado en el que sus moléculas se mantienen tan ampliamente
separadas que el «espíritu» puede atravesar el muro más compacto sin rozar
una sola molécula de las que componen la materia.
-Honorable maestro -pregunté yo entonces -, ¿por qué, cuando un «espíritu
» pasa junto a nosotros rozándonos, nos sentimos desasosegados?
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-Cada molécula, cada partícula de este sistema «solar y planetario» está
cargada de electricidad, de una electricidad distinta a la que el Hombre
es capaz de producir con sus máquinas, de una electricidad más sutil. Es la
electricidad que, algunas noches, podemos observar en el cielo. De la misma
manera que la Tierra tiene las Luces Septentrionales o Auroras Boreales,
temblando en los Polos, la menor partícula de materia tiene sus «Luces
Septentrionales». Si un espíritu se acerca demasiado a nosotros, produce un
leve temblor en nuestra aura psíquica y ésa es la causa de que sintamos ese
desasosiego.
Nos envolvía la noche silenciosa, cuya calma no era turbada por la
menor ráfaga de viento. Solamente en países como el Tibet existe esta clase
de silencio.
-Entonces, el aura psíquica que podemos ver en ocasiones, ¿es una
carga eléctrica? -le pregunté.
-Sí -respondió mi Maestro, el Lama Mingyar Dondup-. Fuera del Tibet,
en otros países donde los cables eléctricos de alto voltaje llenan todas
sus regiones, los especialistas de la industria eléctrica han podido observar
y reconocer la existencia de un «halo luminoso». Como consecuencia de
este «halo luminoso», los cables parecen estar circundados por un anillo o
aura de luz azulada. En la oscuridad, en las noches húmedas, se puede distinguir
con mayor claridad, pero, naturalmente, aquellos que tienen la facultad
de verlo saben que está allí noche y día.
Me miró con aire reflexivo.
-Cuando vayas a Chungking para estudiar medicina podrás utilizar un
aparato detector de las ondas eléctricas del cerebro. Toda la Vida, todo
cuanto existe está compuesto de electricidad y vibraciones.
-¡Me siento perplejo! -le respondí-, porque ¿cómo puede ser la Vida
vibración y electricidad? Soy capaz de comprender uno de estos conceptos,
pero me es imposible comprender los dos.
-¡Pero mi querido Lobsang! -replicó el Lama riendo-. ¡No puede haber
electricidad sin vibración, sin movimiento! Puesto que es el «movimiento»
el que genera la electricidad, ambos están íntimamente vinculados. -
Observó mi gesto de perplejidad y, gracias a su poder telepático, pudo leer
mis pensamientos-. ¡No -dijo-, «no podrá generarla cualquier» vibración!
Vas a permitirme que te exponga las cosas de la siguiente forma: Imagínate
un teclado realmente gigantesco que se extienda hasta el infinito. La vibración
que nosotros consideramos como sólida estará re presentada por una de
las notas del teclado. La siguiente podría representar el sonido y la siguiente
a ésta la visión. Las demás notas indicarían los sentimientos, los sentidos,
los designios que no podremos comprender mientras permanezcamos
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sobre la Tierra. Un perro tiene la capacidad de escuchar notas más altas que
los seres humanos y un ser humano puede escuchar notas más bajas que un
perro. Cabe la posibilidad de hablar a un perro en un tono tan alto que él
oye perfectamente, pero que los seres humanos no pueden oír. De idéntica
manera, los seres del llamado Mundo Espiritual pueden comunicarse con
los que todavía están en esta Tierra, si los terrícolas poseen el don especial
de la «clariaudición».
El Lama hizo una breve pausa y sonrió lentamente.
-Te estoy privando de tu sueño, Lobsang, pero podrás descansar por la
mañana. -Señaló las estrellas que brillaban intensamente en medio del aire
limpio de la noche-. Desde que tuve la oportunidad de visitar la Caverna de
los Antepasados y de probar los maravillosos instrumentos que se han mantenido
allí, intactos, desde la época de la Atlántida, me complazco a veces
en dejar volar mi imaginación con ciertas ironías. Ima gino que existen dos
criaturas inteligentes, pero aún más pequeñas que el más pequeño de los infusorios.
No importa la forma que tengan. Basta con suponer que poseen
inteligencia e instrumentos insuperables. Imagínalas erguidas sobre un espacio
abierto de su propio universo infinitesimal, ¡lo mismo que nosotros
en este momento! «¡Ah, qué hermosa noche!», exclamó Ay, contemplando
el cielo ansiosamente. «Sí», respondió Beh, «nos incita a interrogarnos sobre
el sentido de la Vida, sobre lo que somos y hacia dónde vamos». Ay,
reflexivo, seguía contemplando las estrellas que atravesaban el cielo en una
ronda interminable. «Los mundos infinitos. Millones, billones de mundos.
Siento curiosidad por saber cuántos podrán estar habitados.» «¡Qué tontería!
¡Tus pensamientos son sacrílegos y ridículos!», farfulló Beh. «Sabes
perfectamente que solamente existe vida en nuestro mundo. ¿Acaso no nos
han dicho los sacerdotes que estamos hechos a Imagen de Dios? Entonces,
¿cómo puede existir otra vida a no ser que sea exactamente igual a la nuestra?
No, es imposible. ¡Estás perdiendo la ra zón!» Ay, malhumorado, mientras
se alejaba, murmuró como hablando consigo mismo: «¡Pueden estar
equivocados!, ¿sabes? ¡Pueden estar equivocados!».
El Lama Mingyar Dondup me sonrió y añadió:
-Tengo una segunda parte de esta historia. Escúchala:
»En algún laboratorio remoto, fruto de una ciencia que nosotros no
hemos podido ni soñar, dotado de unos microscopios de un poder increíble,
hay dos científicos. Uno de ellos está sentado ante su mesa de trabajo; con
los ojos pegados a un supermicroscopio observa atentamente. Se sobresalta
de pronto y, con gran estrépito, empuja su silla sobre el piso encerado.
«¡Mira, Chan!», grita llamando a su Ayudante. «¡Ven y mira esto!» Chan
se levanta de un salto y acude rápidamente al lado de su excitado jefe, senLa
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tándose ante el microscopio. «Tengo la millonésima parte de un gramo de
sulfuro de plomo en la platina», dice el jefe. «Obsérvalo.» Chan se adapta
los controles y lanza un silbido de admira ción. «¡Ah!», exclama. «Es lo
mismo que contemplar el universo a través de un telescopio. ¡Un sol resplandeciente!
¡Órbitas de planetas...!» El jefe habla pensativo. «Me gustaría
saber si podre mos conseguir los aumentos necesarios para alcanzar a
ver un mundo de individuos. ¡Me pregunto si "ahí" habrá "vida"!» «¡Tonterías!
», dice Chan bruscamente. «No cabe duda de que "ahí" no hay vida
consciente. No "puede haberla". Los sacerdotes nos han dicho que nosotros
estamos hechos a Imagen de Dios. ¿Cómo, entonces, puede existir "ahí"
Vida inteligente?»
Las estrellas recorrían sus órbitas infinitas, eternas, sobre nosotros. El
Lama Mingyar Dondup, sonriendo, buscó entre sus vestiduras y sacó una
caja de cerillas, un auténtico tesoro que había sido traído de la India lejana.
Parsimoniosamente, extrajo una cerilla y la sostuvo entre sus dedos.
-¡Voy a mostrarte la Creación, Lobsang! -dijo jovialmente.
Después frotó la cerilla sobre la parte de la caja destinada al efecto y
me la mostró, convertida en una llamarada, entrando en la vida llena de
fulgores. Entonces sopló sobre ella y la apagó.
-Creación y disolución -dijo-. La cerilla encendida emite millares de
partículas que estallan y se alejan unas de otras. Cada una de ellas es un
mundo aislado y la totalidad de esos mundos constituye el Universo. Y el
Universo muere cuando la llama se extingue. ¿Puedes acaso asegurarme
que en esos mundos la vida no existe? -Le miré vacilante, sin saber qué
responderle-. Si esos mundos existieran, Lobsang, y hubiese vida en ellos,
para esa Vida, la duración de esos mundos habría sido de millones de años.
¿Somos «nosotros» solamente una cerilla que prende de pronto? ¿Estamos
aquí viviendo con nuestras alegrías y nuestras tristezas (¡sobre todo, tristezas!)
imaginando que este mundo no terminará nunca? Reflexiona todo
cuanto te he dicho y mañana seguiremos hablando.
Se puso en pie y se alejó de mi lado. Al atravesar la terraza, tropecé y
tuve que buscar a tientas la parte alta de la escalera que conducía abajo.
Nuestras escaleras son distintas a las que se utilizan en el mundo occidental,
ya que están hechas con un tronco en el que se han practicado diversas
ranuras. Por fin encontré la primera ranura, la segunda y la tercera. Después,
mi pie resbaló porque alguien había derramado la grasa de la lámp ara.
Caí junto a un montón de cosas, viendo más «estrellas» de las que había
en el cielo, provocando con ello la protesta de los monjes que ya dormían.
Una mano, surgiendo de la oscuridad, me asestó un puñetazo que hizo que
mis oídos se llenaran de repiques de campanas. Me levanté con presteza,
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alejándome en busca de refugio en la oscuridad protectora. Con el mayor
cuidado, busqué un lugar donde poder dormir, me envolví en mi manto y
me abandoné a la inconsciencia del sueño. Nada me molestaba ni interrumpía
mi reposo. Ni el rumor de los pasos apresurados, ni el ruido de las
trompas, ni el sonido de las campanas de plata.
La mañana estaba ya bastante avanzada, cuando fui despertado por alguien
que, con gran entusiasmo, me asestaba un puntapié tras otro. Medio
dormido todavía, pude ver la cara de un tosco «chela».2 «¡Despierta! ¡Despierta!
¡Por la Daga Sagrada, eres un perro perezoso!» Me dio otra patada
con fuerza. Yo cogí su pie con gran rapidez y se lo retorcí. Cayó al suelo y
sus huesos crujie ron, mientras gritaba: «¡El Superior! ¡El Superior! ¡Desea
verte, estúpido!». Asestándole otro puntapié para desquitarme de los muchos
que él me estaba propinando a mí, me ajusté el manto y me apresuré.
«¡Sin comer nada! ¡Sin desayunar! -murmuré -. ¿Por qué me mandan llamar
precisamente en el momento de la comida?» Recorrí rápidamente los interminables
corredores, torciendo veloz las esquinas y estuve casi a punto
de provocar un ataque cardíaco a algunos monjes con los que me crucé, pero
conseguí llegar a la habitación del Superior en muy poco tiempo. Lleno
de precipitación, entré, me arrodillé ante él y le hice los saludos de rigor.
El Superior estaba leyendo cuidadosamente mi expediente, cuando, de
pronto, escuché su risa a duras penas contenida.
-¡Bien! -dijo-. Un joven salvaje que se cae de las rocas, engrasa la base
de los zancos y produce más conmociones que los demás discípulos. -Se
interrumpió y me miró severamente-. Pero has estudiado bien, extraordinariamente
bien. Tus dotes metafísicas son tan elevadas y estás tan avanzado
en las enseñanzas, que voy a hacer que recibas, especial e individualmente,
la instrucción del Gran Lama Mingyar Dondup. Ello presupone la concesión
de una oportunidad sin precedentes, gracias a las órdenes expresas del
Gran Santo. Preséntate ahora a tu Maestro, el Lama.
Me despidió con un gesto de su mano y volvió a enfrascarse en sus
papeles. Me sentí aliviado al pensar que ninguno de mis innumerables «pecados
» había sido descubierto y me apresuré de nuevo. Mi Maestro, el Lama
Mingyar Dondup, me estaba esperando. Cuando entré, me observó
atentamente.
-¿Has desayunado ya? -me preguntó.
2 Discípulo bajo la dirección de un guru», o maestro. (N. del T.)
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-No, señor -respondí-. El Superior me ordenó que compareciera ante
él cuando aún estaba durmiendo. ¡Tengo hambre! El sonrió y me dijo:
-¡Ah!, creo que tienes un aspecto lamentable, como si estuvieras enfermo
y cansado. Vete a desayunar y vuelve luego.
No fue preciso que insistiera. Estaba hambriento y eso me resultaba
muy molesto. Poco podía sospechar yo entonces, a pesar de que ya me lo
habían advertido, que el hambre me perseguiría implacablemente durante
muchos años.
Me repuse con un abundante desayuno, sintiendo mi espíritu más limpio
ante la perspectiva de un trabajo difícil, y regresé nuevamente con el
Lama Mingyar Dondup. Cuando entré, él se puso en pie.
-Ven -me dijo-. Vamos a pasar una semana en el Potala. Le seguí hasta
el vestíbulo y salimos a un lugar donde un monje sirviente nos estaba esperando
con dos caballos. Observé, con aire lúgubre, la bestia que me había
tocado en suerte. El caballo pareció observarme con un aire aún más lúgubre,
según todos los indicios, pensando de mí cosas peores que las que yo
había pensado de él. Monté con el presentimiento de que mi fin era inminente.
Los caballos eran unas criaturas horribles, inseguras, temperamentales
y sin control. Montar era la más difícil de las habilidades para mí.
Trotando sin prisas, descendimos por el sendero agreste que parte de
Chakpori. Después de atravesar el camino de Mani Lakhang, dejamos el
Pargo Kaling a nuestra derecha y alcanzamos, muy pronto, el pueblo de
Shó, donde mi Maestro decidió hacer una breve parada. Después ascendimos
con dificultad por los ásperos escalones del Potala. Subir esos escalones
a caballo constituye una penosa experiencia. ¡Mi mayor preocupación
era evitar una caída! Una incesante multitud de monjes, lamas y visitantes
subía y bajaba por la Escalera. Algunos se detenían para poder admirar el
paisaje. Otros, que habían conseguido ser recibidos por el Dala¡ Lama en
persona, meditaban tan sólo sobre esa entrevista. Al final de la Escalera nos
detuvimos y yo, agradecido pero sin la menor gracia, me bajé del caballo.
¡Y el caballo, pobrecillo, lanzó un relincho de disgusto y me volvió la grupa!
Seguimos ascendiendo, escalón tras escalón, hasta alcanzar el elevado
lugar del Potala donde el Lama Mingyar Dondup tenía, permanentemente,
unas habitaciones reservadas cerca del Salón de las Ciencias.
El Salón de las Ciencias estaba lleno de aparatos extraños procedentes
de todos los países del mundo, pero los aparatos más extraños eran precisamente
los que procedían del más remoto pasado. Por fin, alcanzamos
nuestro punto de destino y, por algún tiempo, tomé posesión de la que entonces
iba a ser mi habitación.
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Desde mi ventana, situada en las alturas del Potala, solamente un piso
más abajo que el que ocupaba el Dalai Lama, podía contemplar la ciudad
de Lhasa sobre el Valle. En la lejanía aparecía la Gran Catedral (Jo Kang)
con sus techos dorados y resplandecientes. El Camino Circular o Lingkor
se estrechaba a lo lejos, circundando completamente la ciudad de Lhasa.
Era recorrido por los piadosos peregrinos que llegaban allí para postrarse
ante el altar del conocimiento oculto más grande del mundo. Yo me sentía
sorprendido ante la buena suerte de tener un maestro tan maravilloso como
el Lama Mingyar Dondup. Sin él, yo hubiera sido un «chela» vulgar, un
simple discípulo viviendo en un oscuro dormitorio, en lugar de hallarme
casi en el techo del mundo. De pronto, tan súbitamente que no pude evitar
un grito de sorpresa, me sentí cogido por unos brazos vigorosos que me levantaron
en el aire. Escuché una voz profunda que me decía:
-¡No está mal! Todo lo que se te ocurre pensar de tu Maestro es que te
ha traído a lo alto del Potala y que te permite comer esos repugnantes dulces
amasados y traídos desde la India.
Ante mis disculpas se reía y yo estaba demasiado ciego, o tal vez me
sentía demasiado desconcertado para comprender que él conocía mi pensamiento.
Por fin, me dijo:
-Estamos vinculados los dos. Nos conocimos muy bien en el curso de
una vida anterior. Tú posees todos los conocimientos acumulados en esa
vida y sólo necesitas que te ayuden a recordarlos. Ahora vamos a trabajar.
Ven a mi habitación.
Me ajusté el manto y recogí y guardé nuevamente mi plato, que se me
había caído mientras él me levantaba por los aires. Después me apresuré a
ir a la habitación de mi Maestro. Él me invitó a sentarme y, cuando me vio
acomodado, me dijo:
-¿Has reflexionado ya sobre el tema de la Vida, después de nuestra
conversación de anoche?
-Señor -respondí, inclinando mi cabeza lleno de desaliento-, sentía necesidad
de dormir. Después, el Superior me mandó lla mar. Luego me mandasteis
llamar vos. A continuación, fui a desayunar y, finalmente, volví de
nuevo con vos. En todo el día no he tenido tiempo para pensar en «nada».
-Más tarde hablaremos de los efectos de la alimentación -me dijo sonriendo-.
Pero, en primer lugar, vamos a resumir nuestras conclusiones acerca
de la Vida.
Guardó silencio unos instantes y cogió un libro escrito en algún idioma
extranjero. Ahora sé que era inglés. Volvió sus páginas y, por fin, encontró
lo que buscaba. Me entregó el libro, abierto en una página ilustrada.
-¿Sabes lo que es esto? -me preguntó.
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Contemplé las imágenes y, considerándolas muy corrientes, intenté
leer las palabras que había escritas debajo. Carecían de todo significado para
mí. Le devolví el libro y le dije en tono de reproche:
-¡El Honorable Lama sabe que soy incapaz de leerlo!
-Pero ¿reconoces esas imágenes? -insistió.
-¡Bueno, eso sí! Es tan sólo un Espíritu de la Naturaleza que no se diferencia
en nada de los que hay aquí.
A cada momento me sentía más sorprendido. ¿Qué es lo que pretendía
con todo aquello? El Lama abrió el libro de nuevo y me dijo:
-Más allá de los mares hay un país lejano donde se ha extinguido la
capacidad general para ver a los Espíritus de la Naturaleza. Si alguien cree
ver un espíritu, es objeto de las burlas de los demás e incluso es acusado de
«tener alucinaciones». Los occidentales no creen en las cosas a no ser que
puedan desmenuzarlas, o tocarlas con sus manos o encerrarlas en una jaula.
Los occidentales llaman duendes o hadas a los Espíritus de la Naturaleza y,
en Occidente, nadie cree en los Cuentos de Hadas y de Duendes.
Sus palabras me causaron asombro infinito. Yo era capaz en todo
momento de ver a los Espíritus, cosa que consideraba absolutamente natural.
Sacudí mi cabeza como si quisiera disipar las tinieblas que la oscurecían.
-Como te dije la pasada noche exclamó Mingyar Dondup-, toda la Vida
no es más que un conjunto de rápidas vibraciones de la materia que generan
cargas eléctricas, porque la electricidad es la Vida de la Materia. De
la misma manera que la música tiene distintas octavas, imagina que el
hombre medio de la calle vibra en una escala determinada. Ello quiere decir
que los Espíritus de la Naturaleza y las Almas vibrarán en una escala
más elevada. Pero el Hombre Medio vive, piensa y cree en una octava solamente,
¡los seres que vibran en las otras escalas resultan invisibles para él!
Yo palpaba mi manto reflexionando cuanto me decía. Y todo aquello
carecía para mí de sentido. Yo tenía la facultad de ver las Almas y los Espíritus
de la Naturaleza y de este hecho deducía que «todas» las personas podían
verlas lo mismo que yo.
-Tú puedes ver el aura psíquica de los seres humanos -me respondió el
Lama, leyendo mi pensamiento-. Pero la mayor parte de los seres humanos
no pueden. Tú ves los espíritus de la Naturaleza y las almas. Pero tampoco
pueden verlos la mayor parte de los seres humanos. Los niños pequeños
también ven esas cosas porque su juventud les hace más receptivos. Pero
cuando los niños crecen, las preocupaciones de la vida van disminuyendo
la agudeza de sus percepciones. En Occidente los niños que cuentan a sus
padres que han estado jugando con los Espíritus, que han tenido a los EspíLa
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ritus como Compañeros de juego, son castigados por mentirosos o se convierten
en el blanco de las burlas de los demás, que les atribuyen una «imaginación
demasiado viva». Y el niño queda resentido ante el trato que le
dan los mayores y, con el tiempo, ¡termina convenciéndose a sí mismo de
que todo fue fruto de su imaginación! Gracias a las enseñanzas especiales
que has recibido, tú puedes ver a los Espíritus de la Naturaleza y a las Almas.
Y podrás seguir viéndolos siempre, lo mismo que siempre podrás ver
el aura psíquica de los humanos.
-Entonces -le pregunté-, los Espíritus de la Naturaleza que cuidan de
las flores, ¿son idénticos a nosotros?
-Sí -replicó-, son idénticos a nosotros, aunque con la pequeña diferencia
de que vibran con mayor rapidez que nosotros y de que las partículas de
materia que los componen están más separadas. Ésa es la razón de que te
sea posible pasar tu mano a través de ellos de la misma manera que puedes
pasarla a través de un rayo de sol.
-¿Habéis «tocado»..., quiero decir, habéis «cogido» alguna vez un espíritu?
-le pregunté.
-Sí, lo he hecho -me respondió-. Es posible hacerlo si podemos incrementar
el ritmo de nuestras propias vibraciones. Voy a explicártelo.
Mi Maestro hizo sonar la campanilla de plata que le había regalado el
Superior de una de las más notables lamaserías del Tibet. El monje sirviente,
que nos conocía bien, no nos trajo «tsampa», sino té de la India y esos
panecillos dulces traídos expresamente para el Sagrado Dala i Lama atravesando
las altas cadenas montañosas, y que yo, un pobre «chela», saboreé
encantado. «Una merecida recompensa por haberte esforzado tanto en tus
estudios», como el Dalai Lama solía decir muy a menudo. El Lama Mingyar
Dondup había recorrido el mundo entero, tanto en el plano físico como
en el astral. Su predilección por el té de la India constituía una de sus pocas
debilidades. ¡Y era ésta una debilidad que yo compartía de buena gana!
Nos sentamos los dos cómodamente y, cuando terminé mis panecillos, mi
Maestro me dijo:
-Hace ya muchos años, cuando yo era joven, solía escaparme del Potala,
¡lo mismo que tú acostumbras a hacer ahora! Una de esas veces, cuando
llegaba retrasado a los Servicios Religiosos, con verdadero horror vi que un
corpulento Superior me cerraba el paso. ¡Él parecía tener también mucha
prisa! Era imposible evitar el encuentro. Cuando estaba pensando en las
excusas que iba a darle, me tropecé con él. Él pareció estar tan preocupado
como yo. Sin embargo, yo sentía tanto miedo que seguí corriendo y conseguí
no llegar tarde, bueno, no «demasiado» tarde.
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Yo reía imaginándome al digno Lama Mingyar Dondup intentando
«escabullirse». Él sonrió y prosiguió su historia:
-Poco después, aquella noche, reflexioné mucho. Me pregunté «por
qué no podía tocar un espíritu». Cuanto más pensaba en ello, más decidido
me sentía a «intentar» tocar uno. Hice mis planes cuidadosamente y leí
cuanto decían los Escritos antiguos acerca de esta cuestión. Llegué incluso
a consultar a un hombre muy, muy culto que vivía en una cueva situada en
lo alto de la montaña. Él fue el que me explicó muchas cosas y me mostró
el camino adecuado. Y voy a contártelo todo porque está directamente relacionado
con tu pregunta acerca de la posibilidad de tocar un fantasma.
Se sirvió otro sorbo de té y se lo bebió antes de continuar:
-Como ya te he dicho, la Vida está compuesta por una masa de partículas,
de pequeños mundos que recorren sus órbitas alrededor de pequeños
soles. El movimiento origina una sustancia que, a falta de un término más
adecuado, llamaremos «electricidad». Si nos alimentamos racionalmente,
podremos incrementar el ritmo de nuestras vibraciones. Una dieta eficaz,
libre del lastre de las ideas nocivas, sirve para mejorar nuestro estado de s alud,
aumentando nuestro ritmo básico de vibraciones. Con ello nos acercamos
al ritmo de vibración del Espíritu.
Se interrumpió y encendió una varilla fresca de incienso. Al comprobar
que ardía normalmente, pareció satisfecho y centró su atención sobre
mí nuevamente.
-El único objetivo del incienso es incrementar el ritmo de vibración
del sector en que éste arde y el ritmo de vibración de los que se hallan en
este sector. Mediante la utilización del incienso adecuado, ya que cada clase
de incienso tiene una vibración determinada, podemos conseguir los resultados
apetecidos. Durante una semana, me sometí a una rígida dieta que
me ayudó a aumentar el ritmo o la «frecuencia» de mi vibración. También
esa misma semana hice que en mi habitación ardiera continuamente el incienso
apropiado. Al finalizar ese período de tiempo, casi había conseguido
«salir» de mí mismo. Sentía que, más que caminar, flotaba y, al mismo
tiempo, experimentaba cierta dificultad en mantener mi doble astral dentro
de mi cuerpo físico. -Me miró y añadió sonriendo-: ¡Tú nunca te hubieras
sometido a una dieta tan rígida! («No -pensaba yo-. Yo hubiera preferido
tocar una buena comida que tocar un buen espíritu.»)
»Al finalizar la semana -prosiguió el Lama, mi Maestro-, descendí
hasta el Santuario Interior y quemé aún más incienso, rogando para que un
espíritu viniera a mí y me tocara. De pronto, sentí sobre mi hombro el calor
de una mano de amigo. Al volverme para ver quién era el que turbaba mi
meditación, sentí que mi cuerpo temblaba de asombro dentro de mi manto,
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porque me di cuenta de que me había tocado el espíritu de un hombre
«muerto» hacía ya más de un año.
El Lama Mingyar Dondup dejó de hablar de pronto y lanzó una ruidosa
carcajada recordando aquella experiencia vivida en un pasado ya remoto.
-¡Lobsang! -dijo por fin-, el viejo Lama «muerto» se burló de mí, preguntándome
cuál había sido la causa de mis inquietudes de entonces, cuando,
en realidad, para conseguir alcanzar los mismos objetivos me hubiera
bastado con introducirme en lo astral. Reconozco que me sentí profundamente
humillado pensando que no se me había ocurrido una solución tan
sencilla. En la actualidad, como tú sabes perfectamente, nos introducimos
en lo astral para poder hablar con los espíritus y con todos los seres de la
Naturaleza.
-Naturalmente, hablasteis con él por telepatía -observé-, pero yo desconozco
qué explicación se puede dar a la telepatía. Sé que puedo hacerlo,
pero ¿«cómo» lo hago?
-¡Me planteas las cuestiones más difíciles, Lobsang! -dijo mi Maestro
riéndose-. Las cosas más sencillas son las que se explican con mayor dificultad.
Dime cómo podrías explicar el simple proceso de la respiración. Tú
respiras. También lo hacemos todos, pero ¿cómo explicar ese proceso?
Asentí de mala gana. Yo sabía que me pasaba la vida haciendo preguntas,
pero ésta era la única forma de poder comprender las cosas que
desconocía. La mayor parte de los «chelas» estaban libres de tales preocupaciones
y, mientras no les faltaba su alimento diario y poco trabajo que
hacer, se sentían satisfechos. Pero yo deseaba algo más, aspiraba a «saber».
-El cerebro -dijo el Lama - es como un aparato de radio, como el invento
que utilizaba aquel hombre llamado Marconi para enviar mensajes
sobre los océanos. El complejo de partículas y cargas eléctricas que componen
un ser humano está dotado de un impulso eléctrico, semejante al de
la radio, mediante el cual el cerebro determina los actos en cada momento.
Si una persona piensa en mover un órgano, las corrientes eléctricas circulan
a través de los nervios correspondientes con el objeto de galvanizar los
músculos para que lleven a cabo la acción deseada. Lo mismo sucede
cuando una persona piensa: el cerebro (hoy sabemos que su origen está en
la parte superior del espectro magnético) emite ondas eléctricas y hertzianas.
Existen instrumentos detectores de esas radiaciones que pueden incluso
clasificarlas en lo que los científicos occidentales llaman rayos alpha,
beta, delta y gamma.
Asentí parsimoniosamente. Yo había oído hablar de ello a los médicos
lamas.
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-Pues bien -prosiguió mi Maestro-, las personas sensibles son capaces
de captar esas radiaciones y de comprenderlas también. Yo leo tus pensamientos
y, si tú lo intentas, podrás leer los míos. Cuanto mayor es la simp atía
y la armonía existente entre dos personas, más fácil es para cada una de
ellas leer los pensamientos de la otra, porque los pensamientos son tan sólo
radiaciones cerebrales. De esa forma conseguimos la telepatía. Los hermanos
mellizos están a menudo completamente comunicados entre sí telepáticamente.
Los hermanos gemelos, en que el cerebro de cada uno de ellos
constituye una réplica exacta del cerebro del otro, están tan vinculados entre
sí telepáticamente que muy a menudo es difícil determinar cuál de los
dos es el que ha sido la causa de cada pensamiento.
-Respetado Maestro -le dije-, como vos sabéis, soy capaz de leer la
mayoría de las mentes. ¿Cuál es la razón de ese poder? ¿Es acaso un poder
concedido a muchas personas?
-Lobsang -respondió mi Maestro- tú estás especialmente dotado y has
sido adiestrado para poder hacerlo. Tus poderes han sido fomentados por
todos los métodos a nuestro alcance, porque tienes asignada una misión difícil
que tendrás que cumplir en el futuro. -Inclinó su cabeza solemnemente-.
Se trata de una tarea realmente ardua. En los tiempos antiguos, Lobsang,
la Humanidad tenía el poder de comunicarse telepáticamente con el
mundo animal. En el futuro, cuando la Humanidad comprenda que la guerra
es una locura, ese poder será recuperado. Entonces el Hombre y el
Animal caminarán en paz, juntos de nuevo, sin sentir el deseo de dañarse
uno a otro.
Un gong resonó varias veces debajo de nosotros. Después escuchamos
el toque de trompas y el Lama Mingyar se puso en pie rápidamente y me
dijo:
-Debemos apresurarnos, Lobsang. Los Servicios del Templo están
empezando y el Sagrado Dala¡ Lama en persona estará allí.
Yo también me levanté inmediatamente, me ajusté el manto y seguí
presuroso a mi Maestro, que se alejaba por el corredor a toda prisa, hasta
tal punto que casi ya había desaparecido.
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Capítulo segundo
El Gran Templo parecía estar vivo. Desde mi lugar privilegiado, en la
parte más alta del edificio, podía mirar hacia abajo y contemplarlo en toda
su extensión. A primera hora de la mañana, mi Maestro, el Lama Mingyar
y yo lo habíamos visitado en una mi sión especial. En aquellos momentos,
el Lama estaba encerrado con un alto dignatario y yo -libre para vagabundear-
había descubierto aquel lugar de observación de los sacerdotes, entre
las poderosas vigas que soportaban el peso del techo. Deambulando por el
corredor que conducía a la terraza, descubrí la puerta y me había atrevido a
empujarla y a abrirla. Como no escuché ningún grito de protesta después de
hacerlo, decidí echar una mirada al interior. No había nadie. Por eso entré.
Era una pequeña habitación de roca, una especie de celda construida en la
piedra de los muros del Templo. Detrás de mí, estaba la pequeña puerta de
madera; a ambos lados, muros de piedra y, ante mí, un anaquel también de
piedra, de unos tres pies de altura.
Avancé silenciosamente y me arrodillé de tal forma que solamente mi
cabeza sobresalía del anaquel. Al contemplar la sombría oscuridad del
Templo allá abajo, me sentí como un Dios contemplando desde los Cielos a
los viles mortales. Fuera del Templo, el crepúsculo de púrpura se trocaba
poco a poco en oscuridad. Los rayos postreros del sol poniente iban dis ipándose
detrás de las montañas nevadas, lanzando iridiscentes ráfagas de
luz sobre los perpetuos copos de nieve que caían desde los picachos más altos.
La oscuridad del Templo se desvaneció en algunos lugares, acentuándose
en otros, gracias a centenares de vacilantes lámparas de grasa. Las
lámparas brillaban como puntos de luz dorada, esparciendo su resplandor
en torno a sí mismas. Me parecía que las estrellas estaban debajo de mí en
lugar de brillar sobre mi cabeza. Unas sombras fantásticas se deslizaban silenciosas
entre las poderosas columnas. Sombras que eran a veces finas y
alargadas y, otras, pequeñas y como agazapadas, pero siempre grotescas y
extrañas, como consecuencia de esa iluminación irregular que confiere apariencia
sobrenatural a lo natural y convierte lo extraño en algo indescriptible.
Al mirar hacia abajo, sentí la sensación de hallarme en un extraño plano
astral donde se confundían los testimonios de mi vista y de mi imaginación.
Sobre el suelo del Templo flotaban las nubes azules del incienso, eleLa
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vándose sucesivamente y obligándome a imaginar, aún con mayor fuerza,
el trono de un Dios que contemplara, allá abajo, la Tierra rodeada de nubes.
Las nubes de incienso ascendían en suaves y concretos torbellinos desde
los incensarios que agitaban los «chelas», jóvenes y piadosos. En silencio y
con el rostro impasible, recorrían el Templo en todas direcciones. Siguiendo
sus idas y venidas, un millón de puntos luminosos brotaban de los incensarios
dorados, lanzando brillantes torrentes de luz. Desde mi privilegiado
puesto de observación, podía mirar hacia abajo y contemplar el fulgor
rojizo del incienso, mecido por la brisa que, en algunos momentos, parecía
estallar en llamaradas más intensas, agonizando en lluvias centelleantes
y purpúreas de ceniza. Como revitalizado, el humo ascendía después
en compactas columnas azules abriendo senderos de niebla en torno a
los «chelas». Proseguía su ascensión y formaba nubes cambiantes y nuevas
en el interior del Templo. Se arremolinaba y giraba, mecido por las sutiles
corrientes de aire que generaba el movimiento de los monjes. Y tenía una
apariencia de ser viviente, de criatura apenas entrevista que respiraba y se
agitaba en el sueño. Durante unos instantes, lo contemplaba todo como
hipnotizado, con la sensación de hallarme dentro de un ser vivo, de cuyos
órganos percibía las sacudidas y las oscila ciones, escuchando los latidos de
su cuerpo y de su propia vida.
A través de las tinieblas, a través de las nubes formadas por el humo
de incienso, veía las apretadas filas de los lamas, de los ascetas y de los
«chelas». Con las piernas cruzadas, sentados en el suelo, se agolpaban en
hileras interminables hasta desaparecer por completo en la oscuridad de los
últimos rincones del Templo. Con sus mantos, correspondientes a todos los
órdenes, constituían una túnica viviente y ondulante bordada con los colores
acostumbrados. Oro, azafrán, rojo, marrón y algunos puntos aislados
de gris pálido. Todos los colores parecían estar vivos, mezclándose unos
con otros de acuerdo con los movimientos que hacían los que los vestían.
En la parte más avanzada del Templo estaba sentado el Sagrado, el Profundo,
la Decimotercera Encarnación del Dalai Lama, la Persona más venerada
del mundo budista.
Durante unos instantes, lo observé todo, escuchando el cántico de los
lamas a cuyas voces servía de contrapunto la voz aguda y joven de los
«chelas». Vi que las nubes de incienso vibraban al unísono con otras vibraciones
más profundas. Las luces palidecían a ratos en la oscuridad, reanimándose
luego, y el incienso se extinguía y surgía nuevamente trocándose
en una lluvia de chispas rojizas. El servicio religioso seguía su curso y yo,
allí arrodillado, lo contemplaba todo. Observaba la danza de las sombras
que crecían y morían proyectadas sobre los muros y miraba los tembloroLa
caverna de los antepasados Tuesday Lobsang Rampa
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sos puntos de luz hasta que casi perdía la conciencia del lugar donde me
hallaba y de lo que allí estaba haciendo.
Un lama anciano, encorvado por el peso de los años que sobrepasaban
en mucho los límites normales de la edad de los hombres, se agitaba parsimoniosamente
ante sus hermanos de Orden. En torno suyo, con varillas de
incienso y lámparas portátiles, se movían, atentos, los ascetas. Después de
inclinarse ante el Profundo, volviéndose con lentitud para hacer su saludo
ritual a los Cuatro Rincones de la Tierra, se enfrentó con la multitud de los
monjes congregados en el Templo. Con una voz sorprendentemente vigorosa
en un hombre tan anciano, entonó el siguiente canto:
Escucha la Voz de nuestros Espíritus.
Éste es el mundo de la Ilusión.
La vida terrena es solamente un sueño
que, comparado con la Vida Eterna, no es más que un parpadeo.
Escuchad la Voz de nuestros Espíritus,
vosotros, todos los que os sentís abandonados.
Esta vida de Tinieblas y de Sufrimientos se terminará
y la Gloria de la Vida Eterna seguirá iluminando a los justos.
-Que enciendan la primera mecha de incienso para que su luz pueda
orientar a un Espíritu solitario.
Un asceta avanzó unos pasos e hizo una reverencia ante el Profundo.
Después, lentamente, saludó también a los Cuatro Rincones de la Tierra.
Encendió una varilla de incienso y, volviéndose de nuevo, la mostró a los
Cuatro Rincones. Las voces profundas prorrumpieron otra vez en un cántico,
apagándose luego, junto con las voces agudas de los «chelas». Un gigantesco
lama recitó algunos Pasajes, marcándolos solemnemente me diante
el tañido de una Campana de Plata, con un vigor inusitado que, sin ningún
género de duda, estaba determinado por la presencia del Profundo. Al quedar
todo en silencio, miró atentamente en torno suyo para comprobar si su
actuación había conseguido la aprobación de todos.
El lama anciano se adelantó de nuevo y se inclinó ante el Profundo y
ante las Estaciones. Otro asceta, dominado por una enorme ansiedad, causada
sin duda por la presencia del jefe del Estado y de la Religión, pidió a
los allí reunidos que prestaran la mayor atención. El lama anciano entonó
otro cántico.
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Escucha la Voz de nuestros Espíritus.
Éste es el mundo de la Ilusión.
La Vida de la Tierra constituye una Prueba
destinada a purificarnos de nuestras miserias
y de nuestras desmesuradas ambiciones.
Vosotros, todos los que dudáis,
escuchad la Voz de vuestras almas.
Muy pronto se desvanecerá el recuerdo de la Vida sobre la Tierra y
entonces, alcanzaremos la Paz y terminarán nuestros sufrimientos.
-Que enciendan la segunda varilla de incienso para que su luz pueda
orientar a los Espíritus sumidos en la duda.
Debajo de mí, el cántico de los monjes volvió a sonar de nuevo, extinguiéndose
después, mientras el asceta encendía la segunda varilla y practicaba
sus reverencias rituales ante el Profundo y en dirección a los Cuatro
Rincones. Los muros del Templo parecían alentar y vibrar al unísono con
los cánticos. En torno al lama anciano se agrupaban las formas fantasmagóricas
de los que habían abandonado esta vida, hacía poco tiempo, sin la debida
preparación, viéndose por ello obligados a caminar errantes, solos y
sin nadie que guiara sus pasos.
Las sombras tenebrosas se agitaban y se retorcían como almas en pena.
Mi propia conciencia, lo mismo que mis percepciones e incluso mis
sentimientos, fluctuaba entre dos mundos. En uno de ellos seguía con una
atención extática los Servicios Religiosos que estaban celebrando abajo en
el Templo. En el otro contemplaba «los mundos tangenciales» donde las
almas de los que habían muerto recientemente temblaban de temor ante el
milagro de lo Desconocido. Espíritus aislados, dominados por la angustia,
perdidos en las tinieblas, lloraban de terror y de soledad. Separadas unas de
otras, separadas de las demás como consecuencia de su escepticismo, se
habían quedado paralizadas como un yak atrapado en una inmensa ciénaga.
Y el cántico del lama anciano, su Invitación, llegaba hasta «los mundos
tangenciales», cuya impenetrable oscuridad quedaba atenuada levemente
por la azulada luz de los Espíritus de los muertos.
Escucha la Voz de nuestro Espíritu.
Éste es el mundo de la Ilusión.
De igual manera que el Hombre muere
en la Gran Realidad para poder nacer sobre la Tierra,
el Hombre debe también morir sobre la Tierra
para poder nacer nuevamente en la Gran Realidad.
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No existe la Muerte sino tan sólo el Nacimiento.
Los dolores de la Muerte son los tormentos del Alumbramiento.
-Que se encienda la tercera varilla de incienso con el objeto de que
pueda orientar a una alma atormentada.
Una orden telepática alcanzó mi conciencia. -¿Dónde estás, Lobsang?
¡Ven inmediatamente!
Haciendo un gran esfuerzo, conseguí regresar a «este» mundo. Mis
pies estaban entumecidos. Me levanté un tanto vacilante, y atravesé la
puerta a toda prisa. Envié un mensaje mental a mi Maestro: «Ya voy, Respetado
Señor». Pasé, restregándome los ojos, por el Templo lleno de calor
y de humo y, después, me sentí refrescado con el aire nocturno y seguí caminando,
subiendo hasta la habitación contigua a la puerta principal, donde
mi Maestro me esperaba. Él sonrió al verme.
-¡Pero Lobsang! -exclamó -. ¡Parece que hayas visto un fantasma!
-He visto varios, señor -le respondí.
-Esta noche nos quedaremos aquí, Lobsang -dije el Lama -. Y mañana
iremos a consultar el Oráculo del Estado. La experiencia te resultará interesante.
Pero ahora debemos comer primero y después dormir.
Comí lleno de preocupación, pensando en lo que había visto en el
Templo, preguntándome «por qué» era éste «el Mundo de la Ilusión».
Terminé rápidamente mi cena y me retiré a la habitación que me habían
asignado. Me envolví en mi manto, me acosté y me dormí en seguida. Durante
toda la noche, mi sueño estuvo plagado de pesadillas e impresiones
extrañas.
Soñé que estaba despierto, sentado y que llegaban hasta mí, como el
polvo de una tormenta, grandes esferas de «algo» desconocido. Aparecieron
a lo lejos como pequeñas manchas y fueren creciendo poco a poco hasta
convertirse en globos de todos los colores. Cuando alcanzaron el tamaño
de una cabeza humana, se acercaron, alejándose después precipitadamente.
En mi sueño -¡si es que fue realmente un sueño!- me resultaba imposible
volver la cabeza para ver hacia dónde habían ido. Sólo veía esas esferas
que nunca terminaban, que surgían de algún lugar desconocido y que cruzaban
velozmente junte a mí, hacia... ¿alguna parte? Me sorprendió extraordinariamente
que ninguna de aquellas esferas chocara con mi cuerpo.
Tenían una apariencia sólida aunque, a mi juicio, carecían de sustancia. De
pronto, de una forma tan horriblemente repentina que me desperté sobresaltado,
escuché una vez que dijo a mis espaldas:
-Acabas de ver los muros firmes y sólidos del Templo como los ven
los Espíritus.
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Sentí un estremecimiento de terror. ¿Acaso estaba «muerto»? ¿Me
había muerto mientras dormía? Pero ¿por qué preocuparse ante la «muerte
»? Yo sabía que le que llamábamos muerte era tan sólo un renacimiento.
Me acosté otra vez y el sueño se apoderó de mí nuevamente.
El mundo entero temblaba, crujía y se desplomaba dominado por la
locura. Asustado, me incorporé creyendo que el Templo se estaba derrumbando.
Era una noche lóbrega, iluminada tan sólo por el brillo fantasmal de
las estrellas que lanzaban desde lo alto débiles simulacros de luz. Miré fijamente
ante mí y el mie do erizó mis cabellos. Estaba paralizado. Me resultaba
imposible mover un solo dedo y lo más terrible era que el mundo crecía
vertiginosamente. Las suaves piedras de los muros adquirieron una apariencia
tosca y se convirtieron en rocas porosas como las de los volcanes
extinguidos. Se agigantaban los orificios de las piedras y pude darme cuenta
de que estaban pobladas por criaturas de pesadilla, como las que había
visto con el gran microscopio alemán del Lama Mingyar Dondup.
El mundo seguía creciendo y aquellas horribles criaturas adquirieron
un tamaño inmenso, alcanzando por fin tan vastas dimensiones que hasta
podía distinguir «sus» poros. Y mientras el mundo crecía y crecía incesantemente,
comprendía que, al mismo tiempo, yo disminuía y disminuía de
tamaño. Me di cuenta de que se había desencadenado una tempestad de
arena. Detrás de mí rugía el viento, sin embargo ni un solo grano de arena
llegó a tocarme. Rápidamente, también las arenas empeza ron a crecer. Algunas
alcanzaron el tamaño de una cabeza humana, otras las dimensiones
del Himalaya. Pero ninguna me rozó siquiera. Y siguieron creciendo y creciendo
hasta que perdí el sentido del tamaño, hasta que perdí el sentido del
tiempo. En sueños, me parecía flotar entre las estrellas, frío e inmóvil,
mientras las galaxias pasaban a mi lado vertiginosamente y se desvanecían
a le lejos. Nunca sabré cuánto tiempo permanecí así. Me parecía toda una
eternidad. Al cabo de un largo, muy largo, período de tiempo, una galaxia
inmensa, un grupo infinito de Universos se precipitaron directamente contra
mí. «¡Todo se ha terminado!», pensé caóticamente conforme aquella
multitud de mundos se me iba acercando, preñados de amenazas.
-¡Lobsang! ¡Lobsang! ¿Te has marchado a las Praderas del Cielo? -La
Voz sonaba retumbando por todo el Universo, rebotando de mundo en
mundo... y multiplicándose en ecos sobre los muros de piedra de mi cuarto.
Abrí los ojos con dificultad e intenté abarcarlo todo en el campo de mi visión.
Sobre mí había un enjambre de brillantes estrellas a las que creí reconocer.
Y aquellas estrellas fueron desvaneciéndose poco a poco hasta ser
sustituidas por completo por el rostro bondadoso del Lama Mingyar Dondup.
Suavemente me sacudía. La clara luz del sol iluminó mi habitación.
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En uno de sus rayos, el polvo flotaba tenuemente y se vestía con todos los
colores del arco iris.
-La mañana está muy avanzada, Lobsang. Te he permitido que durmieras,
pero ahora es preciso que comas algo. Luego proseguiremos.
Me levanté con dificultad. Aquella mañana me sentía «fuera de mí».
Me parecía que mi cabeza era desmesuradamente grande en comparación
con el resto del cuerpo y mi mente seguía aún agitada con los «sueños» de
la noche. Envolví en la parte delantera de mi manto mis exiguas propiedades
y abandoné mi habitación en busca de nuestro alimento básico, el
«tsampa». Descendí la escalera, agarrándome al mástil con todas mis fuerzas
para no caerme. Abajo, los monjes cocineros haraganeaban ociosos.
-He venido para que me deis algo de comida -dije con la mayor suavidad.
-¿Comida? ¿A estas horas de la mañana? ¡Vete de aquí! -vociferó el
jefe de los cocineros.
Me agarró, pero cuando iba a golpearme, otro de los monjes le susurró
al oído:
-¡Es el que está con el Lama Mingyar Dondup!
El jefe de los cocineros dio un salto, lo mismo que si hubiera recibido
el picotazo de un tábano, dirigiéndose después a su ayudante.
-¡Bien! ¿Qué esperas? ¡Sirve su desayuno al señor!
En circunstancias normales hubiera tenido una cantidad suficiente de
cebada en mi bolsa de cuero. «Todos» los monjes la lle vaban siempre consigo,
pero, como éramos visitantes, todas mis reservas se habían agotado.
Los monjes, independientemente de que fueran «chelas», ascetas o lamas,
llevaban siempre la bolsa de cuero y la escudilla donde poder comerla. La
comida principal del Tibet estaba compuesta de «tsampa», té y manteca. Si
en las lamaserías tibetanas existieran menús impresos, figuraría solamente
una palabra: «¡tsampa!».
Levemente reconfortado después de la comida, volví de nuevo junto al
Lama Mingyar Dondup y nos dirigimos a caballo hacia la lamasería del
Oráculo del Estado. No hablamos durante todo el trayecto y mi caballo trotaba
de una forma tan especial que necesitaba concentrar toda mi atención
sobre él para no caerme. A nuestro paso por Lingkor Road, los peregrinos,
dándose cuenta del alto grado de mi Maestro por sus vestiduras, le pedían
que los bendijera. Cuando recibían su bendición, seguían su camino por el
Circuito Sagrado, convencidos de que se hallaban ya a mitad del camino de
su salvación. Nuestros caballos nos llevaron pronto a través del Bosque de
los Sauces y, después, siguieron trotando a lo largo del camino de rocas
que conducía a la Mansión del Oráculo. Ya en el patio, los monjes sirvienLa
caverna de los antepasados Tuesday Lobsang Rampa
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tes se hicieron cargo de los animales y yo, lleno de satisfacción, pude poner
mis pies sobre la tierra nuevamente.
El lugar estaba abarrotado de gente. Para asistir al acto, los lamas más
importantes habían acudido desde todos los rincones del país. El Oráculo
iba a ponerse en comunicación con los Poderes que rigen el mundo. Por
decisión especial del Profundo, siguiendo sus órdenes expresas, yo también
debía estar presente. Nos mostraron el lugar que nos habían asignado para
dormir. Yo tenía que hacerlo junto al Lama Mingyar Dondup, y no en el
dormitorio común de los «chelas». Al pasar cerca de un pequeño templo,
situado dentro del edificio principal, escuché las siguientes palabras:
Escucha la Voz de nuestros Espíritus.
Éste es el Mundo de la Ilusión.
-Señor -pregunté a mi Maestro cuando nos quedamos solos-. ¿Qué
significa eso del «Mundo de la Ilusión»?
-Verás -respondió, mirándome sonriente-. ¿Qué «es» lo real? Si tocas
este muro, tus dedos no pueden atravesar la pared. De ello deduces que el
muro es algo sólido que no puede ser penetrado. En el exterior, la muralla
de montañas del Himalaya es tan sólida como si fuera la columna vertebral
de la Tierra. Pero un Espíritu, o tú mismo, si te introduces en lo astral, puedes
mo verte libremente, con la misma facilidad con que te mueves en el
espacio, a través de las rocas de las montañas.
-Pero ¿cómo es esa «ilusión»? -le pregunté-. La pasada noche tuve un
sueño que «era» realmente una ilusión. ¡Sólo al recordarlo siento que me
pongo lívido!
Mi Maestro, con infinita paciencia, me escuchó. Y cuando terminé de
relatarle mi sueño, me dijo:
-Voy a hablarte del Mundo de la Ilusión. Pero todavía no, porque ahora
debemos visitar al Oráculo.
El Oráculo del Estado era un hombre extraordinariamente joven, delgado,
de aspecto enfermizo. Fui presentado a él y su mi rada penetrante pareció
introducirse dentro de mí mientras mi columna vertebral vibraba como
recorrida por un temblor de miedo.
-Sí, eres tú -dijo -. Te he reconocido en seguida. Estás dotado del poder
interior y alcanzarás también la sabiduría. Más tarde, hablaré contigo.
Mi querido amigo, el Lama Mingyar Dondup, pareció estar satisfecho
de mí.
-Siempre sales airoso de todas las pruebas a que te sometemos, Lobsang
-me dijo-. Ven conmigo. Nos retiraremos al Santuario de los Dioses.
La caverna de los antepasados Tuesday Lobsang Rampa
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Tenemos que hablar. -Me sonreía mientras nos alejábamos-. Lobsang -
añadió-, trataremos acerca del Mundo de la Ilusión.
El Santuario estaba desierto, como ya me había advertido mi Maestro.
Las lámparas ardían temblorosas ante las Imágenes Sagradas confiriendo
movimiento a sus sombras que parecían agitarse y saltar en una danza exótica.
El humo del incienso se alzaba en espirales sobre nosotros. Nos sentamos,
uno al lado del otro, junto al atril donde el lector recitaría los pasajes
de los libros sagrados. Adoptamos una actitud de contemplación, cruzando
nuestras piernas y entrelazando nuestros dedos.
-Éste es el Mundo de la Ilusión -dijo mi Maestro-. Y si invocamos a
los Espíritus para que nos escuchen es porque sabemos que ellos se sienten
solitarios en el Mundo de la Realidad. Tú sabes perfectamente que decimos:
Escucha la Voz de nuestros Espíritus, en lugar de decir: Escucha la
Voz de nuestros Cuerpos.
Ahora bien, atiende a lo que voy a decirte sin interrumpirme porque
ello es el fundamento de nuestra Creencia íntima. Como te explicaré después,
las personas que no han evolucionado suficientemente deben tener
ante todo una fe que les sostenga, que les ayude a creer que un Padre o una
Madre vela por ellos. Tan sólo cuando se alcanza un grado adecuado de desarrollo
espiritual es posible aceptar lo que voy a revelarte.
Contemplé a mi Maestro pensando que él era para mí el mundo entero
y deseé fervientemente que pudiéramos permanecer siempre juntos.
-Nosotros somos -dijo- criaturas del Espíritu. Somos cargas eléctricas
con inteligencia. Este mundo, esta vida es el Infierno, un lugar de prueba
donde nuestro Espíritu se va purificando poco a poco a través del dolor de
aprender a controlar la grosera carne que compone nuestro cuerpo. Nuestro
cuerpo carnal es dirigido por unos cables eléctricos que tienen su origen en
la parte superior de nosotros mismos, en nuestro Espíritu, de la misma manera
que un títere es controlado por los cables que el titiritero maneja
hábilmente. Un titiritero bien adiestrado puede proporcionar la ilusión de
que los muñecos que él mueve están dotados de vida y voluntad propia para
determinar sus actos. De idéntica manera, hasta que no conseguimos conocer
exactamente la esencia de las cosas, «nosotros» tenemos cierta tendencia
a creer que nuestro cuerpo carnal es lo único que tiene realmente
importancia. La atmósfera de la Tierra estrangula el Espíritu y, por ello, olvidamos
universo periodismo Relatos profecías más allá espiritualidad esoterismo investigación mundos enigmas y misterios oculto
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Comentarios
Excelente. Ojalá todos subieran los libros en una parte. El mejor para subir audiolibros. Espero que subas todos los libros de Rampa. Ojalá subas también los libros de Brian Weiss. Saludos
Gracias maestro rampa por tu guía
Gracias maestro rampa por tu guía
Gracias por el libro pero la lectura no se ha escuchado correlacionadas las paginas
Exelente, siempre, es bueno saber unpo, de cada cultura oh creencia. .muy, interesante. ..