Locución: Manuel López Castilleja
Fondo musical: Hielo Maravilloso I", de Green Planet Studio
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Aunque su padre hubiera imaginado para él un brillante porvenir en el ejercito, Hervé Joncour había acabado ganándose la vida con una insólita ocupación, tan amable que, por singular ironía, traslucía un vago aire femenino.
Para vivir, Hervé Joncour compraba y vendía gusanos de seda.
Era 1861. Flaubert estaba escribiendo Salammbô, la luz eléctrica era todavía una hipótesis y Abraham Lincoln, al otro lado del océano, estaba combatiendo en una guerra cuyo final no vería.
Hervé Joncour tenía treinta y dos años.
Compraba y vendía.
Gusanos de seda.
Para ser más precisos, Hervé Joncour compraba y vendía los gusanos de seda cuando ser gusanos de seda consistía en ser minúsculos huevos, de color amarillo o gris, inmóviles y aparentemente muertos. Sólo en la palma de una mano se podían sostener millares.
«Es lo que se dice tener una fortuna al alcance de la mano».
A principios de mayo los huevos se abrían, liberando una larva que, tras treinta días de enloquecida alimentación a base de hojas de morera, procedía a recluirse nuevamente en un capullo, para evadirse luego del mismo definitivamente dos semanas más tarde, dejando tras de sí un patrimonio que, en seda, se podía calcular en mil metros de hilo en crudo y, en dinero, en una buena cantidad de francos franceses; siempre y cuando todo ello acaeciera según las reglas y, como en el caso de Hervé Joncour, en alguna región de la Francia meridional.
Lavilledieu era el nombre del pueblo en que Hervé Joncour vivía.
Hélène el de su mujer.
No tenían hijos.
Para evitar los daños de las epidemias que cada vez más a menudo sufrían los viveros europeos, Hervé Joncour se lanzaba a comprar los huevos de gusano de seda más allá del Mediterráneo, en Siria y en Egipto. En esto consistía la parte más exquisitamente aventurada de su trabajo. Cada año, a principios de enero, partía. Atravesaba mil seiscientas millas de mar y ochocientos kilómetros de tierra. Seleccionaba los huevos, discutía el precio, los compraba. Después retornaba, atravesaba ochocientos kilómetros de tierra y mil seiscientas millas de mar y volvía a Lavilledieu, generalmente el primer domingo de abril, generalmente a tiempo para la misa mayor.
Trabajaba todavía dos semanas más para preparar los huevos y venderlos.
Durante el resto del año, descansaba.
—¿Cómo es África? —le preguntaban.
—Cansa.
Tenía una gran casa en las afueras del pueblo y un pequeño taller en el centro, justo enfrente de la casa abandonada de Jean Berbeck.
Jean Berbeck había decidido un día que no hablaría nunca más. Mantuvo su promesa. Su mujer y sus dos hijas lo abandonaron. Él murió. Nadie quiso su casa, así que ahora era una casa abandonada.
Comprando y vendiendo gusanos de seda, las ganancias de Hervé Joncour ascendían cada año lo suficiente como para procurarse a sí mismo y a su mujer esas comodidades que en provincias se tiende a considerar lujos. Gozaba discretamente de sus posesiones y la perspectiva, verosímil, de acabar siendo realmente rico lo dejaba completamente indiferente. Era, por lo demás, uno de esos hombres que prefieren asistir a su propia vida y consideran improcedente cualquier aspiración a vivirla.
Habrán observado que son personas que contemplan su destino de la misma forma en que la mayoría acostumbra contemplar un día de lluvia.
Si se lo hubieran preguntado, Hervé Joncour habría respondido que su vida continuaría de ese modo para siempre. A inicios de los años sesenta, sin embargo, la epidemia de pebrina que había destruido los huevos de los cultivos europeos se extendió a través del mar, alcanzando a África y, según algunos, incluso a la India. Hervé Joncour volvió de su habitual viaje, en 1861, con un cargamento de huevos que se reveló, dos meses después, casi totalmente infectado. Para Lavilledieu, como para muchas otras ciudades que basaban su riqueza en la producción de seda, aquel año parecía representar el principio del fin. La ciencia se mostraba incapaz de comprender las causas de la epidemia. Y todo el mundo, hasta en las regiones más alejadas, parecía prisionero del aquel sortilegio sin explicación.
—Casi todo el mundo —dijo en voz baja Baldabiou—. Casi —vertiendo dos dedos de agua en su Pernod.
Baldabiou era el hombre que veinte años antes había llegado al pueblo, se había encaminado directamente al despacho del alcalde, había entrado allí sin hacerse anunciar, había depositado sobre su mesa una bufanda de seda de color dorado y le había preguntado
—¿Sabéis qué es esto?
—Cosas de mujeres.
—Error. Cosas de hombres: dinero.
El alcalde hizo que lo echaran a la calle. Él construyó una hilandería junto al río, una cabaña para la cría de gusanos de seda al abrigo del bosque y una pequeña iglesia consagrada a Santa Inés en el cruce con la carretera de Vivier. Contrató a una treintena de trabajadores, hizo llegar desde Italia una misteriosa máquina de madera, llena de ruedas y engranajes, y no dijo nada más durante siete meses. Después volvió a ver al alcalde, depositando sobre su mesa, bien ordenados, treinta mil francos en billetes grandes.
—¿Sabe qué es esto?
—Dinero.
—Error. Es la prueba de que sois un idiota.
Después los recogió, se los metió en la bolsa y se dispuso a marcharse.
El alcalde lo detuvo.
—¿Qué demonios tengo que hacer?
—Nada y seréis el alcalde de un pueblo rico.
Cinco años después Lavilledieu tenía siete hilanderías y se había convertido en uno de los principales centros europeos de cría de gusanos y producción de seda. No todo era propiedad de Baldabiou. Otros notables y terratenientes de la zona le habían seguido en aquella curiosa aventura empresarial. A cada uno de ellos, Baldabiou le había revelado, sin más problemas, los secretos del oficio. Eso lo divertía mucho más que ganar dinero a espuertas. Enseñar. Y tener secretos que contar. Así era aquel hombre.
Baldabiou era, también, el hombre que ocho años antes había cambiado la vida de Hervé Joncour. Eran los tiempos en que las primeras epidemias habían empezado a afectar a la producción europea de huevos de gusanos de seda. Sin alterarse, Baldabiou había estudiado la situación y había llegado a la conclusión de que el problema no podía ser resuelto, sino que debía ser evitado. Tenía una idea, sólo le faltaba el hombre adecuado. Se dio cuenta de que lo había encontrado cuando vio a Hervé Joncour pasar por delante del café de Verdun, tan elegante con su uniforme de alférez de infantería y orgulloso de su porte de militar de permiso. Tenía veinticuatro años en aquel entonces. Baldabiou lo invitó a su casa, abrió delante de él un atlas repleto de nombres exóticos y le dijo
—Felicidades. Por fin has encontrado un trabajo serio, muchacho.
Hervé Joncour estuvo escuchando toda una historia que hablaba de gusanos de seda, de huevos, de pirámides y de viajes en barco. Luego dijo
—No puedo.
—¿Por qué?
—Dentro de dos días se me acaba el permiso, tengo que volver a París.
—¿Carrera militar?
—Sí. Así lo ha decidido mi padre.
—Eso no es ningún un problema.
Cogió a Hervé Joncour y lo llevó hasta su padre.
—¿Sabéis quién es éste? —le preguntó tras haber entrado en su despacho sin hacerse anunciar.
—Mi hijo.
—Fijaos bien.
El alcalde se recostó contra el respaldo de su sillón de piel, mientras empezaba a sudar.
—Mi hijo Hervé, que dentro de dos días volverá a París, donde le espera una brillante carrera en nuestro ejército, si Dios y Santa Inés lo quieren.
—Exacto. Sólo que Dios está ocupado en otra parte y Santa Inés detesta a los militares.
Un mes después, Hervé Joncour partió hacia Egipto. Viajó en un barco que se llamaba Adel. Hasta los camarotes llegaba el olor de la cocina, había un inglés que decía que había combatido en Waterloo, la noche del tercer día vieron delfines que brillaban en el horizonte como olas embriagadas, en la ruleta salía siempre el número dieciséis.
Volvió dos meses después —el primer domingo de abril, a tiempo para la misa mayor— con millares de huevos conservados entre algodones en dos grandes cajas de madera. Tenía un montón de cosas que contar. Pero lo que le dijo Baldabiou, cuando se quedaron solos, fue
—Háblame de los delfines.
—¿De los delfines?
—De cuando los viste.
Así era Baldabiou.
Nadie sabía cuántos años tenía.
—Casi todo el mundo —dijo en voz baja Baldabiou—. Casi —vertiendo dos dedos de agua en su Pernod.
Noche de agosto, después de medianoche. A aquella hora, normalmente, Verdun ya habría cerrado desde hacía rato. Las sillas estaban colocadas boca abajo, en orden, sobre las mesas. Había limpiado la barra y todo lo demás. No faltaba más que apagar la luz y cerrar. Pero Verdun esperaba: Baldabiou estaba hablando.
Sentado frente a él, Hervé Joncour, con un cigarrillo apagado entre los labios, escuchaba, inmóvil. Como ocho años antes, dejaba que aquel hombre reescribiera ordenadamente su destino. La voz le llegaba débil y nítida, escandida por periódicos sorbos de Pernod. No se detuvo durante minutos y minutos. La última cosa que le dijo fue
—No hay elección. Si queremos sobrevivir, tenemos que llegar hasta allí.
Silencio.
Verdun, apoyado en la barra, levantó la mirada hacia los dos.
Baldabiou se empeñó en encontrar todavía un sorbo de Pernod en el fondo del vaso.
Hervé Joncour dejó el cigarrillo en el borde de la mesa antes de decir
—¿Y dónde quedaría, exactamente, ese Japón?
Baldabiou levantó el extremo de su bastón, apuntando con él más allá de los tejados de Saint-August.
—Siempre recto.
Dijo.
—Hasta el fin del mundo.
En aquellos tiempos, Japón estaba, en efecto, en la otra punta del mundo. Era una isla compuesta por islas, y durante doscientos años había vivido completamente separada del resto de la humanidad, rechazando cualquier contacto con el continente y prohibiendo el acceso a todo extranjero. La costa china distaba casi doscientas millas, pero un decreto imperial se había encargado de mantenerla todavía más alejada, prohibiendo en toda la isla la construcción de barcos con más de un mástil. Según una lógica, a su manera, ilustrada, la ley no prohibía, sin embargo, la expatriación, pero condenaba a muerte a los que intentaban regresar. Los mercaderes chinos, holandeses e ingleses habían intentado repetidas veces romper con aquel absurdo aislamiento, pero sólo habían logrado crear una frágil y peligrosa red de contrabando. Habían ganado poco dinero, muchos problemas y algunas leyendas, buenas para contar en los puertos por las noches. Donde ellos habían fracasado, tuvieron éxito, gracias a la fuerza de las armas, los americanos. En julio de 1853 el almirante Matthew C. Perry entró en la bahía de Yokohama con una moderna flota de buques a vapor y entregó a los japoneses un ultimátum en el que se «auspiciaba» la apertura de la isla a los extranjeros.
Nunca antes habían visto los japoneses una embarcación capaz de surcar el mar con el viento en contra.
Cuando, siete meses después, Perry volvió para recibir la respuesta a su ultimátum, el gobierno militar de la isla se avino a firmar que sancionaba la apertura a los extranjeros dedos puertos en el norte del país y el establecimiento de las primeras, mesuradas, relaciones comerciales. El mar que rodea esta isla —declaró el almirante con cierta solemnidad— es desde hoy mucho menos profundo.
Baldabiou conocía todas estas historias. Sobre todo conocía una leyenda que se oía repetidas veces entre quienes habían estado tan lejos. Decía que en aquella isla se producía la seda más bella del mundo. Lo hacían desde hacía más de mil años, según ritos y secretos que habían alcanzado una mística exactitud. Lo que Baldabiou pensaba es que no se trataba de una leyenda, sino de la pura y simple verdad. Una vez había tenido entre sus dedos un velo tejido con hilo de seda japonés. Era como tener la nada entre los dedos. Así, cuando parecía que todo se iba al diablo por aquella historia de la pebrina y de los huevos enfermos, lo que pensó fue: «Esa isla está llena de gusanos de seda. Y una isla a la que en doscientos años no han conseguido llegar ni un comerciante chino ni un asegurador inglés es una isla a la que no llegará nunca ninguna enfermedad».
No se limitó a pensarlo: se lo dijo a todos los productores de seda de Lavilledieu, después de haberlos convocado en el café de Verdun. Ninguno de ellos había oído jamás hablar del Japón.
—¿Tendremos que atravesar el mundo para ir a comprar unos huevos como Dios manda a un lugar donde si ven a un extranjero lo ahorcan?
—Lo ahorcaban —puntualizó Baldabiou.
No sabían que pensar. A alguno se le ocurrió una objeción.
—Habrá algún motivo por el cual a nadie en el mundo se le ha ocurrido ir hasta allí acomprar los huevos.
Baldabiou podía haberse pavoneado recordando que en el resto del mundo no había ningún otro Baldabiou. Pero prefirió presentar las cosas tal como eran.
—Los japoneses se han resignado a vender su seda. Pero los huevos, ésa es otra historia. Los huevos no los sueltan. Y si intentas sacarlos de la isla estás cometiendo un crimen.
Los productores se seda de Lavilledieu eran, quien más quien menos, gente de bien, y nunca habrían pensado en infringir ninguna de las leyes de su país. La hipótesis de hacerlo en la otra punta del mundo, sin embargo, les pareció razonablemente sensata.
Era 1861. Flaubert estaba acabando Salammbô, la luz eléctrica era todavía una hipótesis y Abraham Lincoln, al otro lado del océano, estaba combatiendo en una guerra cuyo final no vería. Los criadores de gusanos de seda de Lavilledieu se unieron en consorcio y recogieron la cantidad, considerable, necesaria para la expedición. A todos les pareció lógico confiarla a Hervé Joncour. Cuando Baldabiou le pidió que aceptara, él respondió con una pregunta.
—¿Y dónde quedaría, exactamente, ese Japón?
Siempre recto. Hasta el fin del mundo.
Partió el 6 de octubre. Solo.
A las puertas de Lavilledieu abrazó a su mujer Hélène y le dijo simplemente
—No debes tener miedo de nada.
Era una mujer alta, se movía con lentitud, tenía un largo cabello negro que nunca se recogía en la cabeza. Tenía una voz bellísima.
Hervé Joncour partió con ochenta mil francos en oro y los nombres de tres hombres que le proporcionó Baldabiou: un chino, un holandés y un japonés. Cruzó la frontera cerca de Metz, atravesó Württemberg y Baviera, entró en Austria, llegó en tren a Viena y Budapest, para proseguir después hasta Kiev. Recorrió a caballo dos mil kilómetros de estepa rusa, superó los Urales, entró en Siberia, viajó durante cuarenta días hasta llegar al lago Baikal, al que la gente del lugar llamaba mar. Descendió por el curso del río Amur, bordeando la frontera china hasta el océano, y cuando llegó al océano se detuvo en el puerto de Sabirk durante once días, hasta que un barco de contrabandistas holandeses lo llevó a Cabo Teraya, en la costa oeste del Japón. A pie, viajando por caminos, atravesó las provincias de Ishikawa, Toyama, Niigata, entró en la de Fukushima y llegó a la ciudad de Shirakawa, la rodeó por el lado este, esperó durante dos días a un hombre vestido de negro que le vendó los ojos y lo llevó hasta una aldea en las colinas, donde permaneció una noche, y a la mañana siguiente negoció la compra de los huevos con un hombre que no hablaba y que llevaba la cara cubierta con un velo de seda. Negra. Al anochecer escondió los huevos entre sus maletas, dio la espalda al Japón y se dispuso a emprender el camino de vuelta.
Apenas había dejado atrás las últimas casas del pueblo cuando un hombre lo alcanzó, corriendo, y lo detuvo. Le dijo algo en un tono excitado y perentorio, después lo acompañó de vuelta, con cortés firmeza.
Hervé Joncour no hablaba japonés, ni era capaz de entenderlo. Pero comprendió que Hara Kei quería verlo.
Se descorrió un panel de papel de arroz y Hervé Joncour entró. Hara Kei estaba sentado con las piernas cruzadas en el suelo, en la esquina más alejada de la habitación. Vestía una túnica oscura, no llevaba joyas. El único signo visible de su poder era una mujer tendida junto a él, inmóvil, con la cabeza apoyada en su regazo, los ojos cerrados, los brazos escondidos bajo el amplio vestido rojo que se extendía a su alrededor, como una llama, sobre la estera color ceniza. Él le pasaba lentamente una mano por los cabellos: parecía acariciar el pelaje de un animal precioso y adormecido.
Hervé Joncour atravesó la habitación, esperó una señal del anfitrión, y se sentó frente a él. Permanecieron en silencio, mirándose a los ojos. Entró un sirviente, imperceptible, y dejó frente a ellos dos tazas de té. Después desapareció en la nada. Entonces Hara Kei empezó a hablar, en su lengua, con una voz cantarina que se diluía en una especie de falsete fastidiosamente artificioso. Hervé Joncour escuchaba. Mantenía los ojos fijos en los de Hara Kei y sólo por un instante, casi sin darse cuenta, los bajó hasta el rostro de la mujer.
Era el rostro de una muchacha joven. Volvió a levantarlos.
Hara Kei se detuvo, levantó una de las tazas de té, la llevó a los labios, dejó pasar unos instantes y dijo
—Intentad explicarme quién sois.
Lo dijo en francés, arrastrando un poco las vocales, con una voz ronca, veraz.
Al hombre más inexpugnable del Japón, al amo de todo lo que el mundo conseguía arrancar de aquella isla, Hervé Joncour intentó explicarle quién era. Lo hizo en su lengua, hablando lentamente, sin saber con precisión si Hara Kei era capaz de entenderlo. Instintivamente renunció a cualquier clase de prudencia, refiriendo simplemente, sin invenciones y sin omisiones, todo aquello que era cierto. Exponía uno tras otros pequeños detalles y cruciales acontecimientos con la misma voz y gestos apenas esbozados, imitando el hipnótico discurrir, melancólico y neutral, de un catálogo de objetos salvados de un incendio. Hara Kei escuchaba, sin que la sombra de un gesto descompusiera los rasgos de su rostro. Mantenía los ojos fijos en los labios de Hervé Joncour como si fueran las últimas líneas de una carta de despedida. En la habitación todo estaba tan silencioso e inmóvil que pareció un hecho desmesurado lo que acaeció inesperadamente, y que sin embargo no fue nada.
De pronto,
sin moverse lo más mínimo,
aquella muchacha
abrió los ojos.
Hervé Joncour no dejó de hablar, pero bajó la mirada instintivamente hacia ella y lo que vio, sin dejar de hablar, fue que aquellos ojos no tenían sesgo oriental, y que se hallaban dirigidos, con una intensidad desconcertante, hacia él: como si desde el inicio no hubieran hecho otra cosa, por debajo de los párpados. Hervé Joncour dirigió la mirada a otra parte con toda la naturalidad de que fue capaz, intentando continuar su relato sin que nada en su voz pareciera diferente. Se interrumpió solo cuando sus ojos repararon en la taza de té posada en el suelo frente a él. La cogió con una mano, la llevó hasta los labios y bebió lentamente. Reemprendió su relato, mientras la posaba de nuevo frente a sí.
Francia, sus viajes por mar, el perfume de las moreras en Lavilledieu, los trenes de vapor, la voz de Hélène. Hervé Joncour continuó contando su vida como nunca en su vida lo había hecho. Aquella muchacha continuaba mirándolo con una violencia que imponía a cada una de sus palabras la obligación de sonar memorables. La habitación parecía ahora haber caído en una inmovilidad sin retorno cuando de improviso, y de forma absolutamente silenciosa, la joven sacó una mano de debajo del vestido, deslizándola sobre la estera ante ella. Hervé Joncour vio aparecer aquella mancha pálida en los límites de su campo visual, la vio rozar la taza de té de Hara Kei y después, absurdamente, continuar deslizándose hasta asir sin titubeos la otra taza, que era inexorablemente la taza en que él había bebido, alzarla ligeramente y llevarla hacia ella. Hara Kei no había dejado ni un instante de mirar inexpresivamente los labios de Hervé Joncour.
La muchacha levantó ligeramente la cabeza. Por primera vez apartó los ojos de Hervé Joncour y los posó sobre la taza.
Lentamente, le dio la vuelta hasta tener sobre sus labios el punto exacto en el que él había bebido.
Entrecerrando los ojos, bebió un sorbo de té. Alejó la taza de los labios.
La deslizó hasta el lugar de donde la había cogido.
Hizo desaparecer la mano bajo el vestido. Volvió a apoyar la cabeza en el regazo de Hara Kei.
Los ojos abiertos, fijos en los de Hervé Joncour.
Hervé Joncour todavía habló largo rato. Se detuvo sólo cuando Hara Kei dejó de posar sus ojos sobre él y esbozó una inclinación con la cabeza.
Silencio.
En francés, arrastrando un poco las vocales, con voz ronca y veraz, Hara Kei dijo
—Si así lo deseáis, me gustaría veros de nuevo.
Sonrió por vez primera.
—Los huevos que os lleváis son huevos de pescado, no valen casi nada.
Hervé Joncour bajó la mirada. Su taza de té estaba allí, frente a él. La cogió y empezó a darle la vuelta y a observarla, como si estuviera buscando algo en la arista coloreada del borde. Cuando encontró lo que buscaba, apoyó los labios y bebió hasta el fondo. Después dejó la taza frente a sí y dijo
—Lo sé.
Hara Kei rió divertido.
—¿Por eso habéis pagado con oro falso?
—He pagado lo que he comprado.
Hara Kei se puso serio.
—Cuando salgáis de aquí, tendréis lo que deseáis.
—Cuando salga de esta isla vivo, recibiréis el oro que os pertenece. Tenéis mi palabra.
Hervé Joncour ni siquiera esperó la respuesta. Se levantó, dio unos pasos hacia atrás, después se inclinó.
La última cosa que vio, antes de salir, fueron los ojos de ella, fijos en los suyos, completamente mudos.
Seis días después Hervé Joncour se embarcó, en Takaoka, en un barco de contrabandistas holandeses que lo llevó a Sabirk. Desde allí ascendió por la frontera china hasta el lago Baikal, atravesó cuatro mil kilómetros de tierra siberiana, superó los Urales, llegó hasta Kiev y recorrió en tren toda Europa, de este a oeste, hasta entrar, después de tres meses de viaje, en Francia. El primer domingo de abril —justo a tiempo para la misa mayor— llegó a las puertas de Lavilledieu. Se detuvo, dio gracias al Señor, y entró en el pueblo a pie, contando sus pasos, para que cada uno tuviera un nombre, y para no olvidarlos nunca más.
—¿Cómo es el fin del mundo? —le preguntó Baldabiou.
—Invisible.
A su mujer, Hélène, le trajo de regalo una túnica de seda que ella, por pudor, nunca se puso. Si se sostenía entre los dedos, era como coger la nada.
Los huevos que Hervé Joncour había traído del Japón —pegados a centenares sobre pequeñas láminas de corteza de morera— se revelaron completamente sanos. La producción de seda, en la zona de Lavilledieu, fue aquel año extraordinaria, tanto en cantidad como en calidad. Se decidió la apertura de dos nuevas hilanderías, y Baldabiou hizo construir un claustro junto a la pequeña iglesia de Santa Inés. No está claro por qué, pero se lo había imaginado redondo, por lo que confió el proyecto a un arquitecto español que se llamaba Juan Benítez, y que gozaba de cierta reputación en el ramo de las plazas de toros.
—Naturalmente, nada de arena en el centro, sino un jardín. Y si es posible cabezas de delfín, en vez de las de toro, en la entrada.
—¿Delfín, señor?
—¿Sabéis lo que es el pescado, Benítez?
Hervé Joncour se puso a echar cuentas y se descubrió rico. Adquirió treinta acres de tierra al sur de sus propiedades, y ocupó los meses del verano en diseñar un parque donde sería leve, y silencioso, pasear. Lo imaginaba invisible como el fin del mundo. Cada mañana se dejaba caer por el café de Verdun, donde escuchaba las historias del pueblo y hojeaba las revistas de París. Por la tarde permanecía largo rato, bajo el pórtico de su casa, sentado junto a su esposa Hélène. Ella leía un libro en voz alta y eso lo hacía feliz porque pensaba que no había otra voz tan bella como aquélla en el mundo.
Cumplió treinta y tres años el cuatro de septiembre de 1862. Llovía su vida, frente a sus ojos, espectáculo quieto.
—No debes tener miedo de nada.
Ya que Baldabiou así lo había decidido, Hervé Joncour volvió a partir hacia el Japón el primer día de octubre. Cruzó la frontera cerca de Metz, atravesó Württemberg y Baviera, entró en Austria, llegó en tren a Viena y Budapest, para proseguir después hasta Kiev. Recorrió a caballo dos mil kilómetros de estepa rusa, superó los Urales, entró en Siberia, viajó durante cuarenta días hasta llegar al lago Baikal, al que la gente del lugar llamaba el demonio. Descendió por el curso del río Amur, bordeando la frontera china hasta el océano, y cuando llegó al océano se detuvo en el puerto de Sabirk durante once días, hasta que un barco de contrabandistas holandeses lo llevó a Cabo Teraya, en la costa oeste del Japón. A pie, viajando por caminos, atravesó las provincias de Ishikawa, Toyama, Niigata, entró en la de Fukushima y llegó a la ciudad de Shirakawa, la rodeó por el lado este, esperó durante dos días a un hombre vestido de negro que le vendó los ojos y lo llevó hasta la aldea de Hara Kei.
Cuando pudo volver a abrir los ojos se encontró a dos sirvientes que cogieron sus maletas y lo condujeron hasta los límites de un bosque donde le mostraron un sendero y lo dejaron solo. Hervé Joncour se puso a caminar entre las sombras que los árboles, a su alrededor y por encima de él, recortaban a la luz del día. Se detuvo solamente cuando, de improviso, la vegetación se abrió por un instante, como una ventana, al borde del sendero. Se veía un lago una treintena de metros más abajo. Y en la orilla del lago, tendidos en el suelo, de espaldas, Hara Kei y una mujer con un vestido de color naranja, el pelo suelto sobre los hombros. En el instante en que Hervé Joncour la vio, ella se dio la vuelta lentamente y por un momento, justo el tiempo de entrecruzar sus miradas.
Sus ojos no tenían sesgo oriental, y su cara era la cara de una muchacha joven.
Hervé Joncour reemprendió el camino en la espesura del bosque y cuando salió del mismo se encontró al borde del lago. A pocos pasos delante de él, Hara Kei, solo, de espaldas, permanecía sentado inmóvil, vestido de negro. A su lado había un vestido de color naranja, abandonado en el suelo, y dos sandalias de paja. Hervé Joncour se acercó. Minúsculas olas circulares depositaban el agua del lago en la orilla, como enviadas allí desde lejos.
—Mi amigo francés —murmuró Hara Kei sin darse la vuelta.
Pasaron horas, sentados uno junto a otro, hablando y callando. Después Hara Kei se levantó y Hervé Joncour lo imitó. Con un gesto imperceptible, antes de enfilar el sendero, dejó caer uno de sus guantes junto al vestido de color naranja, abandonado en la orilla. Llegaron al pueblo cuando ya anochecía.
Hervé Joncour fue huésped de Hara Kei durante cuatro días. Era como habitar en la corte de un rey. Todo el pueblo vivía para aquel hombre y casi no había gesto, en aquellas colinas, que no fuera hecho en su defensa y para su placer. La vida discurría en voz baja, se movía con una lentitud astuta, como un animal acorralado en su madriguera. El mundo parecía estar a siglos de distancia.
Hervé Joncour tenía una casa para él solo, y cinco sirvientes que lo seguían a todas partes. Comía en soledad, a la sombra de un árbol con flores de colores que nuca había visto. Dos veces al día le servían con cierta solemnidad el té. Por la noche, lo acompañaban a la sala más grande de la casa, en la que el suelo era de piedra, y donde se consumaba el ritual del baño. Tres mujeres, ancianas, con la cara embadurnada con una especie de cera blanca, vertían agua sobre su cuerpo y lo secaban con paños de seda tibios. Tenían las manos leñosas pero ligerísimas.
La mañana del segundo día, Hervé Joncour vio llegar al pueblo a un blanco, acompañado por dos carros llenos de grandes cajas de madera. Era un inglés. No estaba allí para comprar. Estaba allí para vender.
—Armas, monsieur. ¿Y vos?
—Yo compro. Gusanos de seda.
Cenaron juntos. El inglés tenía muchas historias que contar: hacía ocho años que iba de un lado a otro, desde Europa hasta Japón. Hervé Joncour lo estuvo escuchando y sólo al final le preguntó
—¿Conocéis a una mujer joven, creo que europea, blanca, que vive aquí?
El inglés continuó comiendo, impasible.
—No existen mujeres blancas en Japón. No hay ni una sola mujer blanca en Japón.
Partió al día siguiente cargado de oro.
Hervé Joncour volvió a ver a Hara Kei solo la mañana del tercer día. Se dio cuenta de que sus cinco sirvientes habían desaparecido de repente, como por arte de magia, y después de algunos instantes lo vio llegar. Aquel hombre por el que todos en aquel pueblo vivían, se movía siempre en una burbuja de vacío. Como si un precepto tácito ordenara al mundo que lo dejaran vivir solo.
Subieron juntos la falda de la colina, hasta llegar a un claro donde el cielo era surcado por el vuelo de decenas de pájaros con grandes alas azules.
—La gente de aquí mira cómo vuelan y en su vuelo lee el futuro.
Dijo Hara Kei.
—Cuando era niño, mi padre me llevó a un lugar como éste, me puso en la mano su arco y me ordenó tirarle a uno. Lo hice y un gran pájaro de alas azules se precipitó al suelo, como una piedra muerta. Lee el vuelo de tu flecha si quieres saber tu futuro, me dijo mi padre.
Volaban lentamente, subiendo y bajando en el cielo, como si quisieran borrarlo, meticulosamente, con sus alas.
Regresaron al pueblo caminando bajo la luz extraña de una tarde que parecía una noche. Llegados a la casa de Hervé Joncour, se despidieron. Hara Kei se volvió y se puso a caminar lentamente, bajando por el sendero que bordeaba el río. Hervé Joncour permaneció de pie, en el umbral, contemplándolo; esperó a que estuviera a una veintena de pasos, después dijo
—¿Cuándo me dirás quién es aquella muchacha?
Hara Kei siguió caminando, con un paso lento, ajeno a cualquier forma de cansancio. A su alrededor reinaba el más absoluto silencio, y el vacío. Como cumpliendo un extraño precepto, a dondequiera que fuese, aquel hombre andaba en una soledad sin condiciones, y absoluta.
La mañana del último día, Hervé Joncour salió de su casa y comenzó a vagar por la aldea. Se cruzaba con hombres que se inclinaban a su paso y mujeres que, bajando la mirada, le sonreían. Comprendió que se hallaba en las inmediaciones de la residencia de Hara Kei cuando vio una gigantesca jaula que guardaba un increíble número de pájaros de todo tipo: un espectáculo. Hara Kei le había contado que se los había hecho traer de todas las partes del mundo. Había algunos que valían más que toda la seda que Lavilledieu podía producir en un año. Hervé Joncour se paró a contemplar aquella magnifica locura. Se acordó de haber leído en un libro que los hombres orientales, para honrar la fidelidad de sus amantes, no solían regalarles joyas, sino pájaros refinados y bellísimos.
La residencia de Hara Kei parecía sumergida en un lago de silencio. Hervé Joncour se acercó y se detuvo a pocos metros de la entrada. No había puertas, y sobre las paredes de papel aparecían y desaparecían sombras que no emitían ruido alguno. No parecía vida: si había un nombre para todo aquello, era teatro. Sin saber qué hacer, Hervé Joncour permaneció esperando: inmóvil, de pie, a pocos metros de la casa. Durante todo el tiempo que le concedió al destino, únicamente sombras y silencio fue lo que se filtró de aquel singular escenario. De modo que, al final, Hervé Joncour se dio la vuelta y reemprendió su camino, veloz, hacia su casa. Con la cabeza inclinada, miraba sus propios pasos ya que eso lo ayudaba a no pensar.
Por la noche Hervé Joncour preparó las maletas. Después se dejó llevar a la habitación pavimentada de piedra, para el ritual del baño. Se recostó, cerró los ojos, y pensó en la gran pajarera, loca prenda de amor. Le pusieron sobre los ojos un paño húmedo. No lo habían hecho nunca antes. Instintivamente intentó quitárselo pero una mano cogió la suya y la detuvo. No era la mano vieja de una vieja.
Hervé Joncour sintió resbalar el agua por su cuerpo, primero sobre las piernas, y después a lo largo de los brazos, y sobre el pecho. Agua como aceite. Y un silencio extraño a su alrededor. Sintió la ligereza de un velo de seda que descendía sobre él. Y la mano de una mujer —de una mujer— que lo secaba, acariciando su piel por todas partes: aquellas manos y aquel paño tejido de nada. Él no se movió en ningún momento, ni siquiera cuando sintió que las manos subían por los hombros hasta el cuello y los dedos —la seda y los dedos—, subían hasta sus labios, y los rozaban, una vez, lentamente, y desaparecían.
Hervé Joncour sintió todavía que el velo de seda se levantaba y se separaba de él. La última cosa fue una mano que abría la suya y que dejaba algo en la palma.
Esperó largamente, en el silencio, sin moverse. Después, con lentitud, se quitó el paño mojado de los ojos. No había ya luz apenas en la habitación. No había nadie a su lado. Se levantó, cogió la túnica que yacía doblada en el suelo, se la echó por los hombros, salió de la habitación, atravesó la casa, llegó ante de su estera y se acostó. Se puso a observar la luz que temblaba, borrosa, en la lámpara. Y, con cuidado, detuvo el Tiempo durante todo el tiempo que lo deseó.
No fue nada, después, abrir la mano y ver aquella hoja de papel. Pequeña. Unos pocos ideogramas dibujados uno debajo del otro. Tinta negra.
Comentarios
Pues tenías razón. Faltaba. Porque acaba de publicar el tramo II
Yo juraría que sí.
Precioso relato pero no está completo, verdad??
Una deliciosa lectura, como nos tiene acostumbrados. Gracias, Manuel.
Ohhh!! Promete. Me encanta que publique piezas largas. Luego lo escucharé atentamente. Gracias.