El pozo seco y la pereza de los calificadores
El inicio de la calificación es impecable en lo que se refiere a las fases de la
censura inquisitorial: «mandó al barbero que le fuese dando de aquellos libros
uno a uno, para ver qué trataban, pues podía ser hallar algunos que no mereciesen castigo de fuego». A pesar de la insistencia de ama y sobrina sobre los libros
para ser quemados, el cura se resiste «sin primero leer siquiera los títulos».
En la época era sabido el inmenso trabajo que suponía la aplicación de edictos e índices inquisitoriales. Con la publicación del expurgatorio de 1584 la
tarea censorial creció tan desmesuradamente que se hizo inabarcable. No es
casualidad que, ese mismo año, los inquisidores cordobeses solicitaran al
Consejo de la Suprema que «por ser tantos y de tanta ocupación lo que an de
ser expurgados, quatro calificadores que tiene el Oficio en esta ciudad a quien
esto se a cometido, han dado a entender que será nunca acabar si sólo ellos lo
an de hazer, y entendido esto, los conventos, por tener en sus librerías muchos
libros que an de ser expurgados, hazen ynstancia se les dé licencia para que los
puedan expurgar, suplicamos a Vuestras Señorías lo que devamos hazer y
embiarnos más cathálogos y expurgatorios para este efecto»29
. Sin embargo, la
primera medida para facilitar la abrumadora tarea represiva no se hizo pública
hasta los apéndices de 1614 y 1628.
A mediados del siglo XVII, era conocida la pereza de la mayoría de los calificadores, para trasladar el contenido de los edictos condenatorios a los libros
28
ZABALETA, J. de: El día de fiesta por la mañana y por la tarde, ed. de C. Cuevas, Madrid, Castalia, 1983, pág. 396.
29
Archivo Histórico Nacional (AHN), Inquisición, leg. 4436, 61.
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existentes en librerías públicas y particulares. Es comprensible que —apenas
iniciado el escrutinio— el cura manifestase estar abrumado y cansado. Después
de salvar al Amadís de Gaula y al Palmerín de Inglaterra, «todos los demás, sin
hacer más cala y cata, perezcan». Esta indolencia del cura es compensada por el
interés de un lector, el barbero, entusiasmado con su labor como colaborador.
Ello no impide que Cervantes insista una y otra vez en la dejación eclesiástica
de su responsabilidad inquisitorial: Después de salvar el Don Belianís, «sin querer cansarse más en leer libros de caballerías, mandó al ama que tomase todos
los grandes y diese con ellos en el corral». Más adelante, después de calificar
tres novelas pastoriles, el autor reitera de nuevo la negligente actitud del licenciado Pero Pérez: «Pues no hay más que hacer -dijo el cura—, sino entregarlos
al brazo seglar del ama, y no se me pregunte el porqué, que sería nunca acabar». No fue así, después se calificaron cancioneros y demás poemas. Al final
«Cansóse el cura de ver más libros, y así, a carga cerrada, quiso que todos los
demás se quemasen; pero ya tenía abierto uno el barbero, que se llamaban Las
lágrimas de Angélica».
Además de salvar o condenar al fuego, en el vertiginoso proceso se intercalaron algunas de las prácticas más importantes de la censura inquisitorial. Al
calificar el Espejo de caballerías, Cervantes se hizo eco de una de las decisiones
más comunes y criticadas por libreros y lectores: «que este libro y todos los que
se hallaren que tratan destas cosas de Francia se echen y depositen en un pozo
seco, hasta que con más acuerdo se vea lo que se ha de hacer dellos». Los libros
eran retenidos por los calificadores o se depositaban en la cámara del secreto
del tribunal de distrito correspondiente, a la espera de una calificación, del expurgo o del fuego si ya estaban condenados. Era bastante habitual que se acumularan años tras año, y tan sólo algunos propietarios y libreros insistían en su
devolución. Exigencia que en ocasiones se resolvía. El destino de esos libros
olvidados no era necesariamente la quema.
Saavedra Fajardo en su República literaria (c.l6l2) dedica unos sugerentes
comentarios sobre el destino de los libros censurados, en los que podemos encontrar interesantes semejanzas entre el comportamiento del cura cervantino y
el de los censores ancianos de la República. El censor encargado de los libros de
jurisprudencia, enfadado por ser tanta la cantidad, «Y sin abrir algunos cajones, los entregaba para que en las hosterías sirviesen, los civiles de encender el
fuego, y los criminales de freír pescado y cubrir los lardos». El destino de los
libros censurados era diferente según que materia tratasen, y así podían acabar
como abanicos, papelones, cohetes, tapas de botes, etc.. Los libros de historia
eran «destinados para hacer arcos triunfales, estatuas de papel y festones». Sólo
los libros políticos eran entregados al fuego, la razón del censor: «Este papel
trae tanto veneno, que aun en pedazos y por las tiendas sería peligroso al público sosiego; y así, más seguro es que le purifiquen las llamas»30
.
3° SAAVEDRA FAJARDO, D. de: República literaria, ed. J. Dowling, Salamaca, Anaya, 1967,
págs. 43-46.
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EL DONOSO Y GRANDE ESCRUTINIO O LAS CARAS DE
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