Locución: Manuel López Castilleja
Fondo musical: MeTrónomoS_A_walk_on_a_beautiful_lie
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Estando en esto, entró un muchacho corriendo sin aliento y dijo:
-El alguacil de los vagabundos viene en camino hacia esta casa, pero no trae con él a ningún guro.
Nadie se inquiete -dijo Monipodio-, que es amigo y nunca viene para perjudicaros. Sosiéguense, que yo saldré a hablarle.
Todos se sosegaron, que ya estaban algo sobresaltados, y Monipodio salió a la puerta, donde halló al alguacil, con el cual estuvo hablando un rato, y luego volvió a entrar Monipodio, y preguntó:
- ¿A quién le ha tocado hoy la plaza de San Salvador?
-A mí -dijo el guía.
-Pues ¿cómo -dijo Monipodio- no se me ha mostrado una bolsilla que esta mañana en aquel lugar desapareció con quince escudos de oro y dos reales de a dos y no sé cuántos cuartos?
-Es verdad -dijo el guía- que hoy faltó esa bolsa; pero yo no la he tomado, ni puedo sospechar quién la habrá tomado.
- ¡No valen engaños conmigo! -dijo Monipodio-. ¡La bolsa tiene que aparecer, porque la pide el alguacil, que es amigo y nos hace mil favores al año!
Volvió a jurar el mozo que no sabía nada de ella. Comenzó a enfurecerse Monipodio de manera que parecía que lanzaba fuego vivo por los ojos, diciendo:
- ¡Nadie se burle ni quebrante la más mínima cosa de nuestra orden, que le costará la vida! Que aparezca la bolsa, y si alguno la oculta por no pagar los derechos, yo le daré todo lo que le corresponda de mi dinero, porque en cualquier caso, ha de ir contento el alguacil.
Volvió de nuevo a jurar el mozo y a echarse maldiciones, diciendo que él no había tomado tal bolsa ni la había visto con sus ojos; todo lo cual añadió más fuego a la cólera de Monipodio e hizo que toda la junta se inquietase, viendo que se rompían sus estatutos y buenas ordenanzas.
Viendo Rinconete, pues, tanta discordia y alboroto, le pareció que sería bueno sosegar y dar contento a su superior, que reventaba de rabia, y poniéndose de acuerdo con su amigo Cortadillo, sacó la bolsa del sacristán y dijo:
-Cese la discusión, señores míos; que esta es la bolsa, sin que le falte nada de lo que el alguacil declara; que hoy mi camarada Cortadillo la consiguió, con un pañuelo que al mismo dueño se le quitó, por añadidura.
Enseguida sacó Cortadillo el pañuelo y lo puso a la vista; viendo lo cual Monipodio, dijo:
-Cortadillo el Bueno, que con este título y sobrenombre ha de quedar de aquí en adelante, se quede con el pañuelo y cárguese a mi cuenta la reparación de este trabajo; y la bolsa se la ha de llevar el alguacil, que es de un sacristán pariente suyo y conviene que se cumpla aquel refrán que dice: «No es mucho que a quien te da la gallina entera, tú des una pierna de ella». Más disimula este buen alguacil en un día que nosotros le podemos dar en ciento.
De común consentimiento aprobaron todos la nobleza de los dos novicios y la decisión y la opinión de su superior, el cual salió a dar la bolsa al alguacil, y Cortadillo se quedó confirmado con el sobrenombre de Bueno, como si fuera don Alonso Pérez de Guzmán el Bueno que arrojó el cuchillo por los muros de Tarifa para degollar a su único hijo.
Al volver Monipodio, entraron con él dos mozas, maquillados los rostros, llenos de color los labios y de polvos blancos los pechos, cubiertas con mantos cortos de lana, llenas de desenfado y desvergüenza; señales claras por las que Rinconete y Cortadillo supieron que eran prostitutas, y no se equivocaron en nada. Y en cuanto entraron se fueron con los brazos abiertos, la una a Chiquiznaque y la otra a Maniferro, que estos eran los nombres de los dos valentones; y el de Maniferro era porque traía una mano de hierro, en lugar de otra que le habían cortado como castigo. Ellos las abrazaron con gran regocijo, y les preguntaron si traían algo para mojar la garganta.
-Pues ¿iba a faltar? -respondió la una, que se llamaba la Gananciosa-. No tardará mucho en venir tu criado Silbatillo, con la canasta repleta de lo que Dios ha tenido a bien proporcionarnos.
Y así fue, porque al instante entró un muchacho con una canasta de mimbre cubierta con una sábana.
Se alegraron todos con la entrada de Silbato, y al momento mandó sacar Monipodio una de las esteras de enea que estaban en el aposento y tenderla en medio del patio. Y ordenó asimismo que todos se sentasen en círculo; porque una vez satisfecho el apetito, se trataría de lo que fuera conveniente. A esto dijo la vieja que había rezado a la imagen:
-Hijo Monipodio, yo no estoy para fiestas, porque desde hace dos días tengo un mareo de cabeza que me trae loca; y además, antes de que sea mediodía tengo que ir a cumplir mis devociones y poner mis velitas a Nuestra Señora de las Aguas y al Santo Crucifijo de San Agustín, que no lo dejaría de hacer aunque nevase. A lo que he venido es que anoche el Renegado y Centopiés llevaron a mi casa una canasta, algo mayor que la presente, llena de ropa blanca, y llegaron sudando la gota gorda, que era una lástima verlos entrar jadeando y con el sudor corriéndoles por el rostro, que parecían unos angelicos. Me dijeron que iban siguiendo a un ganadero que había vendido al peso ciertos carneros en la Carnicería, por ver si le podían dar un tiento a la grandísima bolsa de reales que llevaba. No sacaron ni contaron la ropa, confiados en la rectitud de mi conciencia; y así me cumpla Dios mis buenos deseos y nos libre a todos del poder de los jueces que no he toca do la canasta y que está entera.
-Todo se le cree, señora madre -respondió Monipodio-, y quédese así la canasta, que yo iré allá, al anochecer, y haré recuento de lo que tiene, y daré a cada uno lo que le corresponda, bien y fielmente, como acostumbro.
-Sea como vos lo ordenéis, hijo -respondió la vieja-; y puesto que se me hace tarde, dadme un traguillo, si tenéis, para consolar este estómago, que tan desfallecido anda siempre.
- ¡Claro que lo beberéis, madre mía! -dijo entonces la Escalanta, que así se llamaba la compañera de la Gananciosa.
Y en la canasta, apareció una bota de cuero, con dos arrobas de vino, y un vaso de corcho en el que podría caber tranquilamente hasta un azumbre; y llenándolo la Escalanta, se lo puso en las manos a la devotísima vieja, la cual, tomándolo con ambas manos, y habiéndole soplado un poco de espuma, dijo:
-Mucho echaste, hija Escalanta; pero Dios dará fuerzas para todo.
Y acercándoselo a los labios, de un tirón, sin tomar aliento, lo trasvasó del vaso al estómago, y acabó diciendo:
-De Guadalcanal es. Dios te consuele, hija, que así me has consolado; aunque me temo que me va a sentar mal, porque no he desayunado.
-No le sentará mal, madre -respondió Monipodio-, porque tiene tres años de solera.
-Así lo espero yo de la Virgen -respondió la vieja. Y añadió:
-Mirad, niñas, si casualmente tenéis algún cuarto para comprar las velitas de mi devoción, porque con la prisa y gana que te nía de venir a traer las noticias de la canasta se me olvidó en casa la bolsa del dinero.
-Yo tengo, señora Pipota- (que este era el nombre de la buena vieja)- respondió la Gananciosa-; tome, ahí le doy dos cuartos; de uno le ruego que compre una para mí, y se la ponga al señor San Miguel; y si puede comprar dos, póngale la otra al señor San Blas, que son mis abogados. Quisiera que pusiera otra a la señora Santa Lucía, que, por lo de los ojos, también le tengo devoción; pero no tengo suelto; otro día habrá en que se cumpla con todos.
-Muy bien harás, hija, y no seas miserable: que es de mucha importancia llevar uno las velas antes de que se muera, y no aguardar a que las pongan los herederos.
-Bien habla la madre Pipota -dijo la Escalanta.
Y echando mano a la bolsa, le dio otro cuarto, y le encargó que pusiese otras dos velitas a los santos que a ella le pareciese que eran de los más provechosos y agradecidos. Así se fue la Pipota, diciéndoles:
-Divertíos, hijos, ahora que tenéis tiempo; que vendrá la vejez, y lloraréis en ella los ratos que perdisteis en la mocedad, como yo los lloro; y encomendadme a Dios en vuestras oraciones, que yo voy a hacer lo mismo por mí y por vosotros, porque Él nos libre y conserve en nuestro trabajo sin sobresaltos por causa de la justicia.
Y dicho esto, se fue.
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