Son escasos los antecedentes biográficos que la historia ha conservado. Hipócrates nació en Cos, isla del Egeo, hacia el año 460 aC. Su padre, Heráclides, fue médico y posiblemente lo inició en este arte. Emparentado con Asclepios, el antiguo dios de la medicina griega, ejerció su arte en la isla de Cos y en muchos otros lugares del mediterráneo, incluyendo Atenas, Egipto, Macedonia y Asia Menor.
Alcanzó inmensa fama como médico, fundando una escuela que perduró por siglos. Murió en Larissa a la edad de 100 años aproximadamente.
La compilación de sus enseñanzas, agrupadas en el “Corpus Hippocraticum”, se ha conservado gracias a la famosa biblioteca de Alejandría, fundada en el s. III aC, donde los manuscritos fueron copiados, corregidos y guardados. Actualmente sabemos que estos textos fueron escritos por diferentes autores y en diferentes épocas. Incluso es dudoso el origen del famoso “Juramento Hipocrático”, que algunos investigadores atribuyen a los pitagóricos. Por lo tanto cuando nos referimos a las Enseñanzas Hipocráticas, más que hacerlo a un personaje en particular, lo hacemos a todo un movimiento intelectual, filosófico y práctico que se desarrolló en la antigua Grecia y que marcó notablemente el ulterior desarrollo de la medicina occidental.
Para comprender el gran aporte de Hipócrates a nuestra cultura, debemos situarnos en la época prehipócrática. Un mundo marcado por la mitología, la superstición y las creencias mágico-religiosas. Los dioses y demonios juegan un rol fundamental en la comprensión de los fenómenos naturales, entre ellos, la salud y enfermedad. Los sacerdotes, intermediarios entre la divinidad y el hombre, son los administradores de la curación, que se lleva a cabo en los grandes templos de Apolo y Asclepios. La clase sacerdotal y la enfermedad se apoyan mutuamente.
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